Los medios de comunicación ejercen una acción educativa. Aunque carecen de la sistematicidad de las escuelas –intención, planificación y reglamentación–, no pueden renunciar a su misión de transmitir conocimientos a través de informaciones retratadas desde la veracidad, la verificación y el análisis desde una posición crítica.
A pesar de que la manipulación y el falseamiento intencionado de los hechos han llevado a muchos expertos a ubicar esa relación escuela-medios entre “el amor y el espanto”, han concluido que estos últimos (o sea, nosotros) “afectan e influyen sobre la manera en que los chicos perciben la realidad e interactúan con el mundo” desempeñando, consecuentemente, un papel central en la vida de los niños y los jóvenes. Una de esas profesionales que sostiene que ese vínculo “es un binomio posible”, puesto que en ambos espacios se aprende, es la doctora en Comunicación de la Universidad de París y catedrática en la Universidad de Buenos Aires, Roxana Morduchowicz.
De este aserto se desprende el requisito de la rigurosidad para transmitir los acontecimientos con el respaldo de toda certeza cuanto sea posible.Aunque nuestra contribución mayor es despertar la conciencia ciudadana aportando elementos que ayuden al discernimiento personal mediante juicios válidos, también nos corresponde la responsabilidad de interpretar los sucesos uniendo sus elementos dispersos para su mejor comprensión. La conclusión final siempre será del público. En ese cuadro de educar comunicando correctamente ubicamos los últimos discursos del jefe de Estado, Mario Abdo Benítez, que constituyen un verdadero tropiezo para la construcción de una cultura democrática tan esquiva hasta el presente.
El factor lingüístico es el sostén imprescindible de la política en su extensa acepción. Pero, en miles de casos, la pobreza conceptual confronta brutamente con la riqueza expresiva de nuestro idioma. No se razona ni se piensa antes de hablar. Una vez suelta, la palabra tiene vida propia. Y ella misma se encarga de evidenciar la anemia intelectual de quien formula frases inconsistentes, contradictorias y absurdas que ponen de manifiesto la incompetencia para ejercer un determinado cargo. En el caso que nos ocupa no es cualquier cargo, es el de presidente de la República.
El mandatario nunca llegó a comprender la verdadera función del Poder Ejecutivo, del cual él es el único representante. Tampoco es la reflexión su punto más descollante. Jamás entendió –solo hay que seguir el hilo de sus discursos– que uno de los ejes de un gobierno es combatir la corrupción pública. Con ese cometido se crearon los organismos de control interno. Para investigar, sumariar, destituir y enviar los antecedentes al Ministerio Público. Todos los ciudadanos interesados en el futuro de la República y de la democracia habrán leído, visto y escuchado las repetidas veces en que el señor Mario Abdo Benítez ha utilizado el argumento de que él no tiene ni aspira la suma de todos los poderes para castigar a los funcionarios deshonestos. Que esa es una tarea de la Justicia. Con esa posición que quiso vender como el necesario equilibrio entre los poderes del Estado, en realidad, estaba confirmando su complicidad con aquellos integrantes de su círculo íntimo que documentalmente fueron denunciados por los medios de comunicación. Y esas publicaciones fueron el fermento para que la gente saliera a las calles a embretar al Presidente. Y no tuvo más remedio que hacerlos renunciar. Ni siquiera se animó a destituirlos.
Si la reflexión no es el punto fuerte del mandatario, la incoherencia sí lo es. A diferencia de lo que proclamaba meses atrás de que no aspiraba la suma de todos los poderes, ahora demuestra lo contrario. En un discurso que tiene ambiciones amedrentadoras –no amedrenta el que quiere, sino el que puede– el Presidente intimó a los otros poderes del Estado, el Judicial y el Legislativo, a que actúen, y de no ser así, “yo voy a contarle al pueblo todo lo que se están callando y la complicidad de los otros poderes que favorecen al crimen organizado en el Paraguay”.
Si tiene pruebas y no denuncia ya es cómplice del delito que insinúa conocer. O, acaso, guarda los documentos que asegura poseer para un eventual chantaje y extorsión a futuro. No sabemos a quién o a quiénes. Ese es el mandatario que tenemos. Y esta es nuestra obligada contribución pedagógica que, en el ejercicio responsable de la prensa, nuestra misión social nos encomienda.