Todos los medios de comunicación tienen una identidad política definida. La diferencia estriba en que algunos la evidencian honradamente mientras que otros buscan ampararse bajo un escudo de supuestas imparcialidades en un ruin intento por engañar a la ciudadanía haciéndola creer que están al lado de la verdad y de los intereses populares, cuando que solo se afanan en defender sus propios intereses por el atajo de las falacias. Una mentira alevosa que ya el público no compra tan fácilmente.
Pretenden imponer sus posiciones y candidatos políticos destruyendo cualquier noción de licitud para alcanzar sus propósitos. Toda arma es considerada válida, mejor aún si atenta contra la honra ajena sin ningún fundamento de seriedad. De la mano de las manipulaciones de los sucesos, ambicionando presentar una realidad distorsionada como si fuera verdad, vienen aparejados el desprestigio y la pérdida de credibilidad. Desde que las redes impusieron su presencia de multiplicidad de fuentes, las publicaciones de los medios tradicionales son interpeladas desde la visión particular de cada lector, oyente y espectador.
El periodismo, incluido el del combate, tiene sus códigos de honestidad y sus reglas del bien decir. No anda obsesionado por encontrar alguna pelusa en los trajes de sus adversarios –o enemigos, según el caso– para exponerla como si representara el nacimiento de la contemplación filosófica o el descubrimiento del origen del mundo, contrariando la verdad revelada. No, este periodismo con vocación política desarrolla ideas originales, en las controversias espera iluminarse con la verdad, ubica los hechos en su contexto, descarta la ramplonería y pone todo su empeño en la calidad para la reafirmación de su brújula ideológica. Está convencido de que solo en la certeza de los acontecimientos irrebatibles desde la razón encontrará el triunfo de su causa. Por ello no recurre al escándalo, a los escritos de baja estofa, en los cuales la vulgaridad y la falsedad deshonran el buen arte y la ética. No precisa llamar la atención con vulgaridades ni ostentosas decoraciones de un estilo decadente que se remoja en la ordinariez del mal gusto y los ultrajes de la infamia. Este periodismo no intenta alcanzar el estrellato con los pies hundidos en el fango. Este periodismo es un instrumento para que la sociedad encuentre los insumos necesarios que aporten al discernimiento y la toma de decisiones. El público no es una tabla en blanco, viene con sus conocimientos previos. El peor error es menospreciarlos.
Los dos caminos que marcan y determinan la línea de los medios de comunicación, la economía y la política, hace años perdieron su equilibrio inclinándose hacia este último campo. Es una actividad que afecta a toda la ciudadanía, sobre todo a quienes pretenden declararse “apolíticos”, porque se convierten en sujetos estáticos de consecuencias generadas por terceros. No existe torre de marfil para escapar de ese mundo que envolvió a todos los periodistas. Donde las diferencias se subrayan es en la decisión de encarar la interpretación de los hechos desde la balanza de la ecuanimidad y la conducción de la veracidad. Lamentablemente, desde la transición democrática algunos medios y sus trabajadores quisieron erigirse en portadores exclusivos de la verdad y todos aquellos que les contradecían caían bajo el látigo de sus infundios, calumnias y difamaciones, transformando esta profesión de caballeros en un vertedero de injurias, de oportunistas y de truhanes.
El derecho a redimirse es inobjetable. Se juzga el presente desde los errores del pasado asumidos responsablemente. Con reconocimiento de aquellas desviaciones y el propósito de corregirlas con testimonio. Por tanto, su única exigencia es un cambio radical de conducta. En nuestro país tenemos dos imperios periodísticos construidos sobre los privilegios que concedían la dictadura y la silenciosa complicidad –de estos medios– con las barbaries del déspota. Otros lo hicieron desde las conexiones con los hombres fuertes del despotismo para montar sus empresas con todas las “exenciones” que estas amistades implicaban. De repente, descubrieron las bondades de la democracia, pero nunca encontraron el sendero de la verdad. De las zalamerías empalagosas y censuras a los opositores, en la democracia trasladaron sus linderos al ataque y la extorsión a quienes eligieron como enemigos coyunturales y de selectivos olvidos para con sus aliados, también coyunturales. En ambos casos, enemigos-amigos, la coyuntura es la norma, pues algunos políticos aporreados por meses pueden terminar convirtiéndose en sus voceros de referencia. Todo depende de a quiénes tienen enfrente en esos momentos.
Las caldeadas campañas políticas que se irán incrementando en los próximos meses enturbiarán todavía más las opiniones de estos medios intentando exponerlas como verdades. Declarar públicamente dónde estamos ubicados sería un apreciable rasgo de honestidad. Así el público ya sabría a qué atenerse. Ese es el punto de partida para iniciar el proceso de recuperar la credibilidad perdida.