Es bien conocida la expresión de que la pobreza genera ignorancia y que la ignorancia es multiplica­dora de la pobreza. Una realidad que sigue golpeando con dureza a varios paí­ses de todos los continentes. La inversión que destina nuestro país al sistema educativo en relación con el Producto Interno Bruto (PIB) no alcanza el 4%, cuando la recomendación de los organismos internacionales oscila entre el 7% y el 10%. Algunas investigacio­nes demuestran que el Estado gastaba por cada alumno 1.000 dólares anuales aproxi­madamente, cifra que descendió en los últi­mos años a 630 de la moneda americana, de acuerdo con las estimaciones de los exper­tos en el área. Por eso no extraña la cruda realidad expuesta por el Instituto Nacional de Estadística (INE) respecto al índice de pobreza en el Paraguay. Atendiendo al cre­cimiento natural de la población, tenemos un aproximado de 29.299 nuevos pobres en relación con el período 2020. Utilizando esa ecuación, en términos porcentuales, la pobreza se mantiene en su indicador de 26,9%. Precisamos de políticas públicas más agresivas para que el descenso de esta penosa cifra se haga realidad. Somos un país con muchos recursos, lamentablemente también con una empecinada improvisación, un exce­sivo despilfarro y una lacerante corrupción.

En lo concerniente a la pobreza extrema, los técnicos del INE informaron que tam­bién se mantiene en los mismos niveles del 3,9% de la población total, representando 283.523 personas. Utilizando siempre el criterio del aumento de habitantes, tene­mos 3.914 personas más que pasaron a vivir debajo de esta línea, siendo el área urbana la más afectada, notándose un leve repunte en el sector rural. Sabemos que la educa­ción no es la única solución a estos grandes déficits que tenemos en cuanto a la calidad de vida de miles de compatriotas. El pro­blema es mucho más complejo. Sin embargo, como solía repetir aquel periodista y escri­tor argentino Mariano Grondona, “si todo lo demás fallara, salvo la educación, aún cabría la esperanza. Si nada fallara, pero sí la edu­cación, el futuro nos estará vedado”. Es, evi­dentemente, su condición de calidad la que se constituye en uno de los pilares insusti­tuibles para aspirar a una sociedad desarro­llada humana, económica y culturalmente.

Los programas de contención social que se vienen aplicando desde hace varios años ayudan a mitigar, en parte, la situación de vulnerabilidad en que viven estas familias. Los expertos del INE explicaron, funda­dos en estadísticas, que estas transferencias evitaron que el índice de indigencia tenga mayor impacto entre nosotros. Aunque muchos son los detractores de estos subsi­dios, a la luz de la frialdad de las cifras, no podemos ignorar su valor, aunque habría que ver los mecanismos que posibiliten que estas personas puedan ir ascendiendo gra­dualmente hacia mejores estándares de vida y abandonen definitivamente la situación en la que se encuentran. Las ayudas precisan de una retribución de parte de los beneficiarios, atendiendo el interés de su propio futuro.

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El Gobierno, por intermedio de sus técni­cos, se pasa describiendo las bondades de nuestra estabilidad macroeconómica. Cuya importancia primaria nadie puede discutir. Pero esa estabilidad es solo el primer paso. Dos décadas atrás, a punto de asumir la pre­sidencia de su país, el empresario mexicano Vicente Fox tenía la visión clara de lo que había que hacer: “Crecer no basta; hay que distribuir la riqueza”. Y, añadía, en el mismo sentido de nuestra tesis: “Para crecer necesi­tamos construir nuestro capital humano, lo que supone una revolución de la educación”. Como si hubiera tenido una visión anticipa­dora de nuestra realidad, insiste: “Necesita­mos restablecer la seguridad, implantar una ley para erradicar la corrupción y la violen­cia. Trabajo, educación y seguridad. Ese es el programa”. Sin que pueda adjudicársele una ideología de izquierda, al contrario, remató en aquel noviembre del 2000: “En México hay ricos, pero, también, los más pobres entre los pobres, porque el crecimiento va a parar a (manos de) unos pocos”. La evalua­ción final de su gobierno es otra historia. De las buenas ideas tenemos que aprender para tratar de ponerlas en práctica.

Mucho más explícito fue el economista y consultor internacional Bernardo Kliks­berg, quien en las primeras décadas de este nuevo siglo se acostumbró a vivir prácti­camente en el Paraguay: “Si bien ese cre­cimiento es necesario, no sirve si no está acompañado de políticas públicas activas respaldadas por grandes inversiones en salud y educación”. Concluye consecuente que “el crecimiento económico es insufi­ciente para reducir la pobreza”.

Tenemos todas las pistas. Y nuestro país cuenta con profesionales que son compe­tentes en el hacer, con un formidable sus­tento académico, con honestidad intelec­tual y convicciones éticas. Ni siquiera hay que buscarlos. Están ahí, a la vista. Todo depende de voluntad política. De la volun­tad de apostar a la transformación pro­funda y definitiva del Paraguay.

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