En los últimos días, un grupo de camioneros y luego una facción de campesinos han venido cerrando rutas y calles impidiendo el libre paso de vehículos y personas que necesitan movilizarse para sus tareas cotidianas. Los medios han mostrado las imágenes y relatado la crónica de los hechos revelando el gran despliegue de los manifestantes y la espectacularidad de los acontecimientos. No han evidenciado el drama del ciudadano común que debe luchar diariamente por su familia y atravesar las distancias para trabajar, que es la víctima callada de los que recurren a estos actos hostiles.
La noche del miércoles 23 un grupo de personas que quería hacer escuchar sus reclamos en Caaguazú terminó apedreando al personal de la policía que buscaba contenerlo. Finalmente atacó la comisaría barrial, destruyendo las instalaciones y amenazando con incendiarla. En el suceso fueron heridos 6 efectivos policiales y se llegó a apresar a 19 individuos.
Desde hace algunos años se ha vuelto costumbre en diversos grupos sociales y políticos de diferentes posiciones ideológicas recurrir a actos violentos para llamar la atención y exigir el cumplimiento de alguna reivindicación económica o social. Con frecuencia, luego de esos acontecimientos los manifestantes se han sentado a dialogar con los personeros del Gobierno que, luego de la pulseada, han concedido en parte o todas las peticiones. Debido a ello muchos han llegado a la conclusión de que solamente mediante actos violentos, cerrando calles y rutas, rompiendo vidrios y vehículos en la vía pública y a veces hasta agrediendo físicamente a policías y otras personas se puede conseguir los objetivos de cada grupo.
Tan fuerte ha prendido en mucha gente esta lamentable convicción, que muy pocas son las agrupaciones sociales o gremiales que no recurren a esa medida extrema para hacer escuchar sus reivindicaciones a fin de obtener sus reclamos.
La creencia de que solo haciendo líos se puede conseguir lo que se pide parece muy seductora, porque aparece como el único instrumento válido. Pero es una aberración y un recurso poco civilizado, que no se puede aceptar porque va contra las leyes vigentes y las buenas costumbres. Lo que ocurre es que, en nuestro país, debido a las debilidades de las instituciones y la flaqueza de las autoridades, el que grita más fuerte o hace más desorden parece tener la razón, lo cual es una grave equivocación.
Por lógica simple, la violencia es solo el instrumento de los torcidos y los que recurren a ella no merecen consideración, y menos el premio de que se les dé lo que piden.
Se dirá que ese sistema funciona en nuestro país porque las instituciones no cumplen su función y solo actúan bajo la amenaza y la fuerza, lo cual puede ser cierto en algunos casos. Pero eso no disculpa los actos de crueldad ni excusa los abusos, dado que el fin nunca justifica los medios, como señala un sabio dicho popular.
Hay que reivindicar el diálogo sincero y la negociación civilizada como únicos instrumentos válidos para canalizar cualquier tipo de reclamos. Y para ello hay que ser claros en el rechazo a todo tipo de violencia, venga de donde viniere. El que viola el libre tránsito garantizado por la Constitución, arroja piedras a las personas o arremete con palos contra otros no puede recibir ninguna clase de premio. Debe ser juzgado y castigado por apelar a la agresión e ir contra las leyes.
Recurrir a cualquier acto que vaya contra las normas no debe ser aceptado por nadie y menos por las instituciones estatales cuya obligación es cumplir y hacer cumplir las leyes. Lastimosamente, en los últimos tiempos se les ha acostumbrado a los violentos que son ellos los que tienen la razón y que los que permanecen tranquilos están equivocados. Desde el Estado, las instituciones judiciales y de los diversos sectores de la ciudadanía se debe imponer claramente la convicción de que negociar pacíficamente es el único camino válido para remediar cualquier tipo de inconveniente. Que el terror es un engaño, una mentira oprobiosa, pues nunca soluciona los problemas ya que no va a la raíz de las cosas. Y que es más bien el arma de los bandidos, que quieren quebrantar la tranquilidad para imponer la sinrazón.