A partir de la nueva Constitución Nacional de 1992, nuestro régimen de justicia dio un salto cualitativo en cuanto a la designación de los magistrados que habrían de integrar el Poder Judicial, desde la Corte Suprema de Justicia hasta los tribunales inferiores. Al menos en la idealizada visión de los papeles. Eliminar la facultad que tenía el Ejecutivo para los nombramientos arbitrarios era un paso indispensable para aspirar a su independencia (Judicial) y a la imparcialidad para aplicar las leyes. Lamentablemente, algunas viejas costumbres tardan más de lo deseado para desarraigarse de nuestra cultura política. Más allá de las manifiestas disposiciones de nuestra ley fundamental, el deseo humano de manejar los espacios jurisdiccionales como un feudo particular o grupal es un vicio que perdura. En algunos casos, con una fuerte dosis ideológica. Así, del “dedazo” motivado por caprichos, amistades y/o simpatías se pasó al entrevero de la parcelación a través del cuoteo partidario. Aunque no ya con la incidencia e influencias de años anteriores, ese es el penúltimo mal a derrotar. Decimos penúltimo porque el camino a la perfección siempre tendrá nuevos obstáculos.
En las últimas semanas presenciamos dos hechos que desmienten la vocación democrática de muchos integrantes del Congreso de la Nación, tanto del partido oficialista como de la oposición. Hechos que contradicen rotundamente las túnicas de honestidad y de transparencia con que dicen vestirse. Quieren proyectar a la sociedad una imagen diferente a la de sus conductas erráticas y tartufianas. Así frustraron el juicio político al ministro del Interior, Arnaldo Giuzzio, a pesar de las pruebas suficientes que avalaban su destitución mediante esta herramienta constitucional. El trillado argumento de la “persecución política”, aun cuando existen méritos sobrados para defenestrar al acusado, ya no impacta en una sociedad cansada de ser víctima recurrente de las mezquindades y ambiciones sectarias de las autoridades, en este caso específico de los legisladores. Por encima de la inseguridad que nos convierte en prisioneros del miedo dentro de nuestras propias casas –porque los números evidencian que cualquiera puede ser víctima–, estos parlamentarios decidieron arrojarle un salvavidas político, despreciando lo jurídico, como señal inequívoca de que quedaron enredados en la maraña interna de la Asociación Nacional Republicana. Y tomaron posición a favor de los intereses del candidato oficialista, el vicepresidente Hugo Velázquez. En realidad, la gran perjudicada es la población indefensa ante la libertad con que realizan sus fechorías estos criminales.
Fue, justamente, el señor Hugo Velázquez el que más celebró el rechazo del juicio político al ministro del Interior publicando en sus redes sociales una paradoja que solo él podrá descifrar: “No al crimen organizado”. Un contrasentido, reiteramos, porque la mayor acusación en contra de Giuzzio es, precisamente, su incapacidad para enfrentar al crimen organizado y la impunidad con que sus integrantes se mueven dentro de nuestra sociedad. Y los diputados o diputadas de la oposición no encontraron mejor papel que anotarse para esta representación mediática del sector oficialista del Partido Colorado, votando alevosamente en contra del juicio político o absteniéndose cobardemente, con argumentos baladíes que atentan contra los mínimos criterios de racionalidad. Eso sí, con abundante y maquillada rimbombancia para ocupar los mejores lugares en los medios amigos de este gobierno. Mientras se empolvan la nariz para el show, las muertes por encargo, secuestros y asesinatos aumentan diariamente su cuota de víctimas.
Pero inmediatamente después de alegar que el juicio político contra el ministro del Interior era una “persecución”, estos mismos opositores preparan un libelo acusatorio en contra de la fiscala general del Estado esperando que los diputados que responden al sector gubernamental les devuelvan el servicio prestado para salvar a Giuzzio, pero al revés: esta vez para destituir a la señora Sandra Quiñónez. La más entusiasta es la senadora Desirée Masi, aliada incondicional del presidente Abdo Benítez y cuyo marido, Rafael Filizzola, chicana mediante, logró extinguir las causas por corrupción durante su época de ministro del Interior. Ahora el Ministerio Público apeló la resolución judicial. De hecho, Giuzzio es ficha del matrimonio Filizzola-Masi, dueños exclusivos del Partido Democrático Progresista (PDP).
Sirvieron, sin embargo, estos incidentes para que la sociedad conozca que existen otros mecanismos para destituir a los ministros nombrados por el Poder Ejecutivo: el juicio político, claramente estipulado en el artículo 225 de la Constitución Nacional. ¿Las causales? Mal desempeño de sus funciones, delitos cometidos en el ejercicio de sus cargos o por delitos comunes. Y en esa divulgación, y consecuente concientización, hemos fallado todos: sistema educativo, clase política y medios de comunicación. Hasta el momento solo se recurrió a la figura de la interpelación, que no es vinculante, para la destitución de un ministro. Ahora la sociedad sabe que los funcionarios que ocupan cargos de confianza pueden ser removidos mediante la sana conciencia de los parlamentarios. O salvados por espurias cuestiones, como acabamos de ver.