Siempre se ha dicho que la cultura es una reiterada materia pendiente en nuestro país a la hora de establecer y fomentar políticas públicas de apoyo a sus distintas expresiones. Y en los largos dos años que han durado y permanecen las medidas restrictivas por la pandemia, esa orfandad de recursos se ha agravado y se ha manifestado de manera muy clara y contundente.
Indudablemente, en todo el mundo la cultura ha sido una de las áreas más afectadas por las restricciones que fueron parte de las medidas asumidas ante la realidad de millones de personas afectadas por el virus y en todas partes se decidió la prohibición de realizar espectáculos con público, el cierre de teatros, cines, salas de concierto, etcétera. También cerraron sus puertas los espacios de aprendizaje de las distintas disciplinas del arte, como los institutos de enseñanza de todas ellas, desde los más básicos a los de gran tamaño y cantidad de alumnos o participantes.
Con la clausura de los museos, teatros, bibliotecas y hasta los comercios que se dedicaban a la venta de publicaciones o las galerías de arte y el movimiento limitado de personas, la crisis ha golpeado con fuerza la vida cultural. El desafío financiero se reflejó en que muchos trabajadores y artistas perdieron sus fuentes de ingreso, además de la cancelación de todas las actividades. Esa pausa obligada en todas partes causó grandes daños, pero en países como el nuestro, donde la cultura ya adolece de bases firmes para desarrollarse, ese perjuicio fue mayor.
Sin embargo, cabe reconocer en este espacio el trabajo realizado en plena pandemia por referentes culturales de distintos ámbitos que se reinventaron –por recurrir a una palabra muy utilizada en estos tiempos– y ofrecieron alternativas para evitar que todo se pierda. Si bien dejaron de realizarse encuentros con público, los artistas se las ingeniaron para mostrar a través de las redes que la cultura seguía “viva” a pesar del silencio impuesto, y estar dispuesta a dar pelea aunque la incertidumbre haya acabado con muchas de las propuestas en una larga espera de la que no se han recuperado del todo.
Puestos a destacar algunas de las actividades casi milagrosas por parte de las personas que asumieron la tarea de sostener proyectos culturales en forma individual en plena pandemia, vale recordar que se han multiplicado con un inesperado crecimiento constante las “bibliotecas callejeras”, un proyecto que ha llevado la posibilidad de acceder a un libro en forma gratuita en el propio barrio, creándose así un pequeño oasis donde la literatura y su magia reinan por encima del miedo y la tristeza de esos días duros. Ese crecimiento e interés en todo el país por acercarse a los libros pueden servir como punto de partida para trabajar desde las instituciones dedicadas a incentivar el acceso de los más jóvenes y niños a la lectura, una asignatura pendiente en nuestro país que reclama atención a través de proyectos incluyentes y creativos.
Del gran esfuerzo de los artistas que han ofrecido funciones teatrales sin público a través de las redes y luego con aforos reducidos, se puede aprender a que el teatro –como otras expresiones artísticas– es una manera de expresión que debe ser valorada y, sobre todo, apoyada a través de fondos que faciliten la creación y acerquen a la gente al arte como una fuente de necesario apoyo al aprendizaje y también como ayuda a preservar la salud mental. También las artes plásticas y el desarrollo de disciplinas como la música, tanto la llamada culta como la popular, sin olvidar la danza, deben ubicarse en el lugar que les corresponde, como expresiones que ayudan a la formación integral de las personas desde la niñez y hasta siempre. Ni qué hablar de la producción audiovisual que en el país no deja de crecer y, sobre todo, cosechar admiración y premios por todo el mundo. Para todo ello, se necesitan las políticas públicas destinadas a dar oxígeno y proteger la creación y la difusión cultural, acercándola a la gente y muy especialmente fomentando la participación de la niñez en el proceso.
Una de las cosas que nos enseñó la pandemia con su dureza es que la cultura se convirtió en uno de los refugios contra los efectos más dañinos para la integridad personal. Y, apoyarla como es debido, es un desafío que reclama capacidad de gestión desde las instituciones y también de la sociedad toda.