La regla fundamental de la gestión pública, y de cualquier empresa privada seria, es la planificación estratégica. En términos prácticos, es el proceso por el cual las instituciones toman decisiones de acuerdo con los objetivos propuestos, los plazos y los medios para alcanzarlos. Naturalmente, implica contemplar ajustes ante eventuales cambios locales, imprevistos globales o catástrofes naturales. Estamos hablando de planes que pueden ser modificados sobre la marcha para encarar los nuevos desafíos o hasta escenarios desconocidos.
Al estupor inicial ya deben acompañar las primeras medidas para enfrentar esas contingencias. En los gobiernos con alta capacidad técnica, sensibilidad social y responsabilidad ética, el laboratorio de los pensantes se transforma en gabinete de crisis. Es ahí donde, también, deben ser convocados los mejores profesionales del país según el área afectada más la sumatoria de todas las otras miradas sectoriales que sean necesarias para facilitar la consecución de ese fin específico. El caso particular que nos ocupa tiene que ver con el manejo de la pandemia del covid-19 para tratar de amortiguar su impacto en nuestro pueblo, especialmente en los sectores económicamente más desprotegidos.
En condiciones normales, los medios para garantizar la ejecución de planes, proyectos y programas del Gobierno provienen del Presupuesto General de la Nación (PGN). Presupuesto que parte de una fórmula muy sencilla: ingresos (impuestos, tasas, contribuciones) más financiamientos (préstamos internos y externos) es igual a gastos. En el análisis de la distribución de recursos es fácil detectar las prioridades de cada administración. En pocas palabras, determina la política económica del Estado. A inicios del año 2020, las previsiones ordenadas en la agenda pública fueron desacomodadas por la pandemia de manera brusca. El mundo que conocíamos se puso cabeza abajo. El Gobierno decretó, acertadamente desde nuestro parecer, cuarentena total o aislamiento sanitario de toda la población. Se restringió la movilidad, salvo para cuestiones imprescindibles: laborales, supermercados y farmacias. Los controles fueron implacables, enervantes y molestos. Nos habían quitado la libertad en nombre de la salud colectiva. Y la gente, en su absoluta mayoría, acató las disposiciones oficiales.
El Presupuesto General de la Nación quedó gravemente averiado. Sin un gesto de cuestionamiento, todos los partidos políticos representados en la Cámara de Diputados y en la Cámara de Senadores concedieron su aprobación para un préstamo de 1.600 millones de dólares solicitados por el Poder Ejecutivo. Suponíamos que la planificación estratégica para enfrentar esta crisis sanitaria incorporaba hospitales de contingencia, más camas de terapia intensiva, insumos, medicamentos y cualquier otro componente que pudiera disminuir los riesgos de contagios y muertes de la población. Sin embargo, los propios profesionales de la salud empezaron a protestar por la falta de dos fármacos imprescindibles para el tratamiento en terapia intensiva: Atracurium y Midazolam. Mientras, paralelamente, arreciaba amenazante el fantasma de la corrupción utilizando a la pandemia como pretexto. Nuestro diario fue uno de los pocos medios que estuvieron en primera fila a la hora de denunciar estos actos que desnudan el rostro más miserable de la condición humana.
Así como fuimos uno de los primeros países en adoptar medidas drásticas y recomendables para enfrentar esta situación crítica de alcance mundial, estas medidas venían acompañadas de su primer fracaso: la carencia de una política de comunicación del Gobierno. A partir de esa grave deficiencia, las autoridades nunca pudieron recuperar esa empatía inicial con la gente. Al poco tiempo, las limitaciones de las libertades se aceptaban a regañadientes, por imposiciones de las fuerzas de seguridad, pero nunca más por convencimiento. Cuando en los países vecinos avanzaba aceleradamente el proceso de vacunación, nuestras vacunas, previamente comprometidas, nunca llegaban. En tanto, empezaba la multiplicación de los fallecidos por falta de camas en terapia intensiva.
En marzo se cumplirán dos años desde que la Organización Mundial de la Salud caracterizara al covid-19 como pandemia. En ese tiempo, el gobierno del presidente Mario Abdo Benítez nunca tuvo una planificación estratégica –empezando por la comunicación– para tratar de mantener al mínimo la cantidad de muertos por este virus. Dos años después, el sistema de salud vuelve a colapsar, esta vez para la realización de un simple hisopado. Miles de personas formando filas bajo un sol inclemente. Y con tan mala comunicación, a pesar de los millones gastados en ese rubro, que otros miles concurren a lugares que solo están habilitados para atención desde el auto. Basta con evaluar los hechos observables para caracterizar a este gobierno.