Una de las graves encrucijadas que profundiza nuestra crisis política, intelectual y éticamente es la ecua­ción sin resolver que tiene como variables a una generación esclerosada en los cargos, y que se resiste dejar sus privilegios, y una juventud que, a causa de lo anterior, se muestra indiferente para participar. No es por falta de compromiso, porque lo ha demostrado en otros ámbitos de la vida, sino a causa de los malos ejemplos que espantan como espectros en una noche de tormenta. Una pequeña can­tidad de esa franja etaria ha decidido involu­crarse, pero repitiendo los despreciables vicios de los mayores. No todos, obviamente.

El resto siente una agria repulsión, desinterés y apa­tía hacia esta actividad envolvente que nos absorbe, aunque pretendamos mantenernos aislados para, supuestamente, escaparnos de sus múltiples efectos. Y sin nuevos protagonistas, desarrollando conceptos y actitudes diferentes, seguiremos produciendo malos gobernantes, legisladores y magistrados, que nos han condenado a la pobreza, la miseria y el analfabetismo. Los raros casos de buena gestión terminaron sepulta­dos por la arrogancia o la ignorancia –o ambas cosas– de los sucesores que nunca tuvieron una lectura ele­mental de lo que significa política de Estado.

No es tan difícil interpretar, con buenos asesores, lo que implica una política de Estado. Lo difícil es ponerla en práctica por culpa de los eternos vivido­res de la política que toman por asalto al Estado. Per­sonas que prácticamente han pasado por todos los cargos no pueden vivir sin medrar a costa del Tesoro público. Los nombramientos en la esfera del Poder Ejecutivo caen dentro de las facultades constitucio­nales del presidente de la República.

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Pero esa potestad conlleva una carga de la que deberá responder ante la ciudadanía. El actual man­datario Mario Abdo Benítez llegó al gobierno con hombres demostradamente corruptos. Los ubicó en puestos claves. Algunos ya se fueron por la pre­sión de una sociedad hastiada de las inmoralidades administrativas. Otros siguen gozando de impuni­dad a pesar de sus latrocinios. A pesar de que nunca podrán justificar el origen de sus fortunas. Más indignante aún cuando pretenden erigirse en jueces de la conducta política ajena, justamente aquellos que degradaron a la política al fango de sus instintos más primarios.

El señor Mario Abdo Benítez se rodeó de adulo­nes. De colaboradores que se creen prestidigitado­res que pueden vendernos la ilusión de una realidad inexistente. Son iguales al poco ilustrado dirigente sindical que nos había definido como “país de mara­villas” durante el período más nefasto de nuestra historia. Obnubilados por el brillo del oro malhabido que proviene de las arcas públicas, se autocompla­cen justificándose a sí mismos de que están haciendo lo correcto por la República y por la gente. Este es el gobierno que hoy sufrimos. Y no contento con el estado de tragedia que vivimos, por las muertes que pudieron ser evitadas durante la pandemia y por el aumento de la pobreza extrema, con un futuro eco­nómico incierto, diseñan a destiempo aventuras proselitistas en una nave que zozobra sin brújula ni timonel. La competencia electoral es lícita y está abierta a todos. Lo que resulta absolutamente repro­chable es que se prioricen los intereses facciosos por encima de los grandes desafíos de la nación.

En cuanto a los cuadros de elección popular y su necesaria renovación el primer gran impedimento provenía de las listas herméticamente cerradas que obligaban a votarle al bulto. Un bulto, a veces, excesi­vamente pesado por la cantidad de hombres escom­bros con que cargaba. Y, por supuesto, eran nombres digitados por quienes detentaban el poder político dentro de sus propias organizaciones. No fueron pocos los casos en que los primeros lugares eran cooptados por quienes tenían recursos para aportar a la campaña. Y un factor no menos trascedente es que la lealtad personal era privilegiada por encima de la capacidad y la honestidad. Hoy que hemos experimentado con la lista cerrada y desbloqueada en las últimas elecciones municipales, incorporando la preferencia por un candidato, la ciudadanía mira con mayor expectativa un horizonte político con atisbos de cambio.

Las modificaciones que puedan ir introduciéndose en nuestra legislación electoral para perfeccionarla obligarán a los partidos políticos a ser más competi­tivos al tiempo de esforzarse por presentarse atrac­tivos para esa franja juvenil hoy distante, y cuya incorporación a sus filas es un paso imprescindible­mente necesario para su propia supervivencia. Por­que aunque la irrupción de nuevas figuras que dispu­tarán cargos de relevancia en los comicios generales del 2023 es innegablemente importante, será insu­ficiente sin la presencia activa de una nueva gene­ración, con renovada mentalidad, que acompañe la tarea de profunda transformación que nuestro país reclama desde la urgencia de los más pobres.

Por de pronto, un gobierno moralmente deteriorado, crucificado por su propia ineptitud y condenado por la corrupción enquistada en sus propias entrañas pretende proyectar sus privilegios hacia los años por venir. Pero tendrá que irse empujado por la fuerza de la frustración, del sufrimiento y la indignación. Y tendrá que llevarse a sus escombros que hoy lastran el futuro de la República.

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