En la década del 30 del siglo pasado, Joseph Goebbels, ministro de Propa­ganda e Información de Hitler, con maligna inteligencia supo combi­nar en igual proporción la implacable censura (incluyendo quemas de libros) con la masiva difusión de las ideas nazis, empezando por las escuelas, para ganarse la ciega adhesión del pueblo alemán. Había asumido el control absoluto de todos los medios de comunicación, incluyendo el arte, el cine y la música. Aun las expresiones de los actos públicos eran celosa­mente custodiadas para evitar que contradigan al libreto excluyente de lo que debía decirse. Durante la Segunda Guerra Mundial eran interferidas todas las informaciones prove­nientes del exterior y solo se tenía acceso a las generadas dentro del país para la exaltación del nacionalsocialismo y su único líder. Así se fue­ron acumulando las mentiras de lo que pasaba en el frente de batalla hasta la catástrofe final.

La propaganda estratégica de Goebbels proba­blemente no fue la primera, pero en términos de efectividad fue la más estudiada por los teó­ricos de la comunicación masiva y la que más se puso en práctica por los dictadores y aspirantes a tiranos de todos los rincones del planeta. Solo los medios obedientes al régimen sobrevivían; para la disidencia o periodismo crítico, la más violenta censura, que iba en gradación para tra­tar de domesticarlo hasta llegar al cierre defini­tivo en caso de que se resistiera a la política de sometimiento del déspota de turno.

A lo largo de su historia, los medios para­guayos, especialmente los diarios, sufrieron las más aberrantes y, a veces, inverosímiles censuras. Sus directores, mayoritariamente políticos, eran apresados o desterrados y sus imprentas cerradas o destruidas por las tur­bas oficialistas. Así lo hizo Albino Jara en 1911, cuando no dejaba que aparecieran ni espacios en blanco como señal de protesta. Había que rellenarlos con cualquier informa­ción so pena de que el periódico no se editara. Así lo hizo el coronel Arturo Bray, coman­dante de Plaza en 1931 (después de la masa­cre del 23 de octubre), obligando a todos los directores a someterse a la censura previa. Sin esa condición, ningún diario salía a las calles. Así lo hizo Alfredo Stroessner, suspen­diendo o clausurando medios y apresando a periodistas sin ninguna orden judicial. Des­pués del golpe de Estado del 2 y 3 de febrero de 1989, con los esperanzadores vientos demo­cráticos, la disputa entre la libertad de expre­sión y una clase política que seguía sin tolerar el peso de la crítica y las denuncias de corrup­ción alcanzó otros estadios. Se volvió una obsesión de burócratas y líderes partidarios la idea de establecer límites a los medios de comunicación.

La libertad de expresión –que trasciende a la libertad de prensa– tiene a la responsabili­dad como contrapeso. De acuerdo con lo que taxativamente expresa nuestra Constitución Nacional en su artículo 26: “… No se dictará ninguna ley que las imposibilite o las restrinja”, haciendo referencia, también, a la libre difu­sión del pensamiento y de la opinión sin ningún tipo de censura. Por tanto, si alguna persona se siente agraviada por una determinada publica­ción, tiene consagrado el derecho de recurrir a la justicia, pues no existen delitos de prensa sino “delitos comunes cometidos a través de la prensa”, como serían los casos de difamación, calumnia o injuria.

La diputada Kattya González acusó a nues­tro grupo de medios ante la Fiscalía General del Estado y ante el Ministerio del Interior de una presunta, pero “sistemática” para la legis­ladora, “difusión de noticias falsas, descalifi­cadoras, irresponsables y promoción de odio, la desconfianza y la confusión deliberada”. Pero inmediatamente después, en el siguiente párrafo, con pretensión de verdad absoluta ase­gura: “Este grupo empresarial maliciosamente busca presentar a actores políticos que denun­cian la corrupción como si fuesen iguales a los delincuentes y políticos de la ANR (Asociación Nacional Republicana), pisoteando la verdad y cometiendo impunemente delitos a través de la prensa”. Como podrá apreciarse, es la diputada la que incurre sistemáticamente en los delitos que ella denuncia, disparando indiscriminada­mente contra sus adversarios políticos.

La política del espectáculo necesita diaria­mente alimentar el morbo de un determinado segmento del público. Por lo general, el escán­dalo es el recurso más utilizado para estar en las noticias. La estrategia de la diputada suele ser la “descalificación irresponsable” y “la promoción del odio” hacia un amplio sector de la sociedad adscripto al partido político a la que ella agrede sin hacer ningún tipo de excepciones.

La presentación de la señora González apenas formaría parte de su acostumbrado espectá­culo si no fuera porque juzgara como “peli­grosa” a nuestra línea editorial. ¿“Peligrosa” para quién? Nadie va a restringir nuestra polí­tica de garantizar la libertad de expresión para todos porque es la única vía para asegurar el derecho del pueblo a estar informado. La acti­tud de la diputada queda registrada en la acer­tada frase de un conocido comunicador: “El cautivante encanto de la censura de quienes tienen o van adquiriendo poder”.

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