Las profundas contradicciones, polémicas refutaciones y mutuas objeciones entre quienes estudian al populismo desde la academia y la observación práctica, intentando ubicarlo en un contexto histórico, social y geográfico, y establecer su base constitutiva, impiden su caracterización dentro de una categoría específica. Las formas que adoptó en los últimos años y, sobre todo, su método para establecerse y permanecer en el poder, han llevado a generalizar con ese nombre a todos aquellos regímenes que instrumentan a los sectores más vulnerables en una disimulada lucha de clases, buscando enfrentar a industriales con trabajadores, a sectores productivos con campesinos, a las organizaciones empresariales con los gremios sociales. Con un autoritarismo latente que anula toda disidencia, empezando con la persecución a los medios de comunicación con posición crítica y a los políticos que se oponen a la continuidad interminable de los mandatos, mediante la modificación a voluntad de la Constitución Nacional, se presentan como la expresión genuina de un pueblo al que hacen pasar las más indescriptibles necesidades.
Desde su formación original en América Latina, a mediados del siglo XX, el concepto ideológico de populismo fue degradándose hacia una interpretación peyorativa que conjuga demagogia con autoritarismo. Bajo el espejismo del empoderamiento del pueblo se realizan pequeñas concesiones a las masas, concesiones que, incluso, pueden sobrepasar el orden jurídico, pues, en este régimen de gobierno la política tiene preeminencia sobre el derecho. Un liderazgo de élites, que disfruta de los privilegios que desprecia en los discursos, mantiene a raya a las muchedumbres mediante subsidios proveídos desde el Estado. Pero, tanto sobre sus antecedentes originarios como sus bases doctrinarias, ya lo dijimos, no siempre existe coincidencia entre los sociólogos, historiadores y profesionales de las ciencias políticas.
Donde no existe discrepancia es que su momento fundacional en nuestra región está ligado al “varguismo”, en Brasil, y al “peronismo” en la Argentina. En la década de los cincuenta Getulio Vargas y Juan Domingo Perón coinciden en el poder que también representa el período de la transición de una economía agrícola a una economía industrial, por lo que algunos autores lo clasifican “como las ideologías de las pequeñas gentes del campo amenazadas por la alianza entre el capital industrial y el capital financiero”, en tanto que otros lo identifican con la “supremacía de la voluntad del pueblo y la relación directa entre pueblo y liderazgo”. Todas estas definiciones son de autores citados en el Diccionario de Política (Bobbio, Matteucci y Pasquino, 2008). En esa misma obra puede leerse que el populismo ve al socialismo como una “ideología competitiva y divergente y no como una ideología complementaria y subordinada”. Son, probablemente, Ernesto Laclau y su “La razón populista” el autor y el texto más recomendados para intentar desentrañar este movimiento (que algunos definen sin doctrina ni teoría), pero que para él tiene características de “interpelaciones popular-democráticas y de antagonismo respecto a la ideología dominante”.
Los partidos políticos que nacieron bajo el influjo del populismo fueron, en Argentina, el Justicialismo o peronismo, y en el Brasil, de la mano de Getulio Vargas, el Social Democrático y el Trabalhista Brasileiro. Estas organizaciones políticas, en su momento, encontraron su fuerza mediante la “canalización de las aspiraciones de las masas a través de un líder carismático”. El ya mencionado Laclau había definido a estas corrientes como “populismos nacional-burgueses”. Expresión que habrá de rabiar a más de uno.
Los gobiernos que son encasillados dentro del populismo en América Latina nacieron por el desencanto hacia los partidos tradicionales que no pudieron, principalmente a causa de la corrupción, satisfacer las demandas sociales y económicas de la población, pero lejos de presentarse como una alternativa democrática sus pedestales políticos se convirtieron en “partidos únicos”. Obviamente, se atenta contra los más elementales principios del Estado de derecho, suprimiendo la competencia electoral. En nuestro país son inocultables las pretensiones de algunas organizaciones políticas en promover ese mismo desplazamiento alentando, por ejemplo, las invasiones a la propiedad privada, rompiendo cualquier ordenamiento jurídico, porque el derecho a la tierra está contemplado en nuestra Carta Fundamental, pero sin atropellar derechos de terceros.
Quienes más alientan estos despropósitos con tintes autoritarios son los partidos sin tradición, unicelulares, que se agotan en líneas directas de parentescos. El populismo, como hoy lo conocemos, tiene claras intenciones de arraigarse en nuestro medio. Contra este sistema tenemos que abrir los ojos y la mente para no replicar el sufrimiento de millones de personas que despiertan a una trágica realidad después de un espejismo de falsos paraísos.