En las últimas semanas se han producido en varios puntos del país algunos casos de invasiones de predios de propiedad privada. Personas que dicen no poseer inmuebles entraron por la fuerza a tomar posesión de tierras ajenas, contra todo derecho. Según las denuncias, estas invasiones estuvieron acompañadas con el apoyo de ciertos sectores políticos y en algunos casos incluso contaron con la protección de efectivos de las fuerzas públicas. Actuaron con la excusa de que los invasores no poseen tierras y que tienen derecho a ellas, no importa si se apoderan de bienes ajenos. Como cualquier ladrón que, bajo el pretexto de su pobreza material, se adueña por la fuerza de los objetos que pertenecen a otras personas, como si le asistiera algún derecho.
Uno de los casos más sonados es el que aconteció el sábado 21 de agosto, en la ganadera Pindó, ubicada en Curuguaty, en el departamento de Canindeyú, donde un centenar de campesinos armados asaltó el establecimiento, aprisionó a 13 trabajadores de la empresa, los despojó de sus armas, sus celulares, documentos y vehículos. Luego los expulsó del lugar. “Fuimos rodeados y atacados por delincuentes. Torturaron al personal, robaron nuestros elementos de trabajo, nuestros vehículos y prendieron fuego a la propiedad”, relató uno de los atacados.
Pero el suceso más llamativo es el acontecido en la localidad de Guarambaré donde unas 50 personas asaltaron la propiedad de una azucarera del lugar, y que, a pesar de la denuncia hecha ante las autoridades, no fueron desalojados de la finca invadida. Es como si unos bandidos asaltaran una vivienda y que, a pesar de la acusación ante la autoridad competente, se les permitiera seguir permaneciendo en la casa ajena, como si no importara el derecho del propietario.
No es nada de otro mundo que haya invasiones y asaltos a la propiedad privada porque forma parte del comportamiento de los delincuentes que habitan una sociedad. Pero lo deplorable en este caso es el comportamiento de las autoridades que por su función tienen que desalojar a los asaltantes, liberar las propiedades invadidas, despojar a los ladrones de los objetos robados y meter presos a los malhechores para ser sometidos a la Justicia.
Aquí no han actuado los que tienen que defender a las personas de bien y proteger la propiedad privada. Están procediendo como cómplices y encubridores de los atracadores. No solo no hacen lo que corresponde por ley, sino que, con su pasividad, son colaboradores de los delincuentes. Cosa que no se puede admitir ni tolerar si se quiere vivir en una sociedad civilizada en que se respeten los derechos de las personas.
Las disposiciones legales que rigen la vida de nuestro país son muy claras en la materia. La Constitución Nacional, en su artículo 109, garantiza la propiedad privada. Señala que su contenido y límites serán establecidos por ley, atendiendo a su función económica y social, a fin de hacerla accesible a todos. Y en el segundo párrafo de dicho artículo establece de manera contundente: “La propiedad privada es inviolable”. Prohibición categórica, terminante, taxativa e indiscutible, que quiere decir que no puede ser invadida ni robada.
Por eso no se puede comprender la pusilánime actitud de los organismos y autoridades que están obligados a defender la propiedad privada y a apresar a los malhechores que causan estragos entre las personas y sus bienes legítimos.
No hay discusión posible en la materia: o se está en oposición a los delincuentes y se procede contra ellos como manda la ley, despojándoles de los bienes ajenos, o se les deja disfrutar de los objetos hurtados en plena libertad, actuando como abiertos encubridores del delito.
La sociedad paraguaya no puede permitir que las autoridades que deben defenderla de los delincuentes actúen de manera cómplice, por el motivo que fuese.
Tanto la Policía como el Ministerio Público pueden dar explicaciones varias, argüir argumentos jurídicos, reseñar procedimientos legales a cumplir y hasta pretextos de cualquier índole. Pero la única realidad es que están permitiendo que invasores y bandidos se estén enseñoreando de los bienes ajenos, suprimiendo de hecho una de las garantías más trascendentes consagradas por la Carta Magna, la de la propiedad privada, que es y debe ser inviolable.