El autoritarismo siempre está latente en los hombres obsesionados por el poder. Sobre todo, cuando son prolongaciones biológicas y mentales de sistemas despóticos. Las ansias desesperadas de escalar en la política con más rapidez que méritos los degradan a la adulación servil, la obsecuencia humillante y la pérdida de identidad. Es el sometimiento, sin condiciones, de la propia autonomía a los dictados del jefe.
Pero una vez en los cargos exhiben toda su intolerancia, su menosprecio a las leyes y sus ínfulas de omnipotencia sobre los subordinados. Luego, pretenden extender sus dominios hacia otros sectores de la sociedad. Se vuelven intérpretes y voceros de los deseos de sus superiores. Y con una ignorancia audaz arremeten intrépidos, aun en tiempos democráticos, contra la inteligencia, el idioma, el sentido común y las normas básicas que garantizan el funcionamiento civilizado en una sociedad. Durante la dictadura se premiaba mayoritariamente la obsecuencia por encima de la capacidad.
Así, los ministerios y entes públicos eran dirigidos por orangutanes zalameros y équidos de orejas largas que destruyeron todas las instituciones. Y aun aquellos con formación académica demostrada, que no se agota en los títulos, tenían que amordazar sus criterios para no incomodar al déspota. El pueblo oprimido se desquitaba en la intimidad de sus represores burlándose de sus impotencias intelectuales, sus atrocidades semánticas y sus atropellos a la gramática con la impunidad que le condecía la autoridad. Así se fue construyendo una antología de disparates y de chistes que una sociedad sufrida usaba como escape a sus tragedias.
Algunas décadas después, en un modelo de democracia formal, donde el autoritarismo se personifica de arrogancia y de desprecio al padecimiento de la gente, esos mismos fenómenos han resucitado. Es decir, la de anteponer la abyección rastrera al mérito. Y la de reflotar un discurso desnudo de categoría y poblado de raquitismo mental. De tan baja estofa que contradice los altos cargos de quienes lo pronuncian. Con la diferencia de que sus dislates ya no causan gracia porque atentan contra la integridad de la República.
Este gobierno se empecinó en impregnarse con el sello de la mediocridad. Y de la corrupción. El propio presidente de la República tuvo algunas respuestas que evocan aquellos tiempos que creíamos formaban parte del pasado. De hecho, él es un descendiente privilegiado de ese pasado. Pero, aunque era notoria su falta de formación para gobernar un país, no se podía renunciar a la esperanza de que la experiencia le habría enseñado algunas lecciones para tratar de ser diferente. Lamentablemente, no fue así. Porque antes que buscar colaboradores idóneos que pudieran suplir sus carencias y debilidades, llenó su gabinete de personas incompetentes, para quienes el lenguaje es un simple juego de palabras sueltas, sin ilación lógica, sin contenido ni sentido.
Y lo más grave: con un absoluto desconocimiento de cómo funciona el Estado de derecho. Los desatinos verbales del señor Mauricio Espínola no deberían llamar nuestra atención si no fuera porque detenta el cargo de asesor político del presidente Mario Abdo Benítez. Durante un acto proselitista realizado en Misiones solicitó al líder del Movimiento Honor Colorado, Horacio Cartes, que el Grupo Nación silencie sus críticas al Gobierno en aras “de la unidad partidaria”. Un exabrupto que, al tiempo de exponer su confusión conceptual, recrea las imágenes nefastas de tétricos personajes que no admitían la libertad de expresión y lo convierte en cómplice –al señor Espínola– de la corrupción gubernamental que evidenciamos a través de nuestros medios. Aclaró que estaba cumpliendo el pedido de “muchos amigos”, por lo que es fácil deducir de quiénes se trata sin más esfuerzo que comparar con la lista de los funcionarios que cotidianamente estamos denunciando, con pruebas, por sus sistemáticas inclinaciones a apoderarse de la cosa pública. Por el cargo que ocupa, y al no existir desmentidos, es lícito colegir que, también, es el pensamiento del propio titular del Poder Ejecutivo.
En la dictadura, la libertad de expresión se garantizaba en los papeles y se ahogaba en los abusos de poder. Sus ejecutores clausuraban medios de comunicación, detenían periodistas con la sola “orden superior” y castigaban la disidencia con exilios, torturas y muertes. Controlaban hasta el pensamiento, porque cualquiera podía ir detenido, sin necesidad de orden judicial, por la simple sospecha de que pudiera pensar por sí solo. Reflexionar era un delito grave.
La democracia es un régimen de opinión pública. La libertad de expresión es, por tanto, su vehículo de realización. Esta lección hay que repetirla siempre para que algunos la aprendan, aunque sea de memoria. Representa la circulación irrestricta de ideas. El generalizado concepto de que ese derecho se concentra con exclusividad en los medios de comunicación, es una apreciación equivocada. Es la posibilidad que tiene cualquier ciudadano de expresar sin censura sus puntos de vista. Un funcionario de alto rango que no entienda estos axiomas básicos del Estado de derecho no puede continuar en su cargo. Al menos en un gobierno serio.