Es natural, en una pandemia, que la prioridad sea la supervivencia. Que lo esencial sea preservar la salud. La irrupción del covid-19 en el mundo cambió nuestras formas de vida. Tanto individual como colectivamente. Pero no solamente tuvo impacto en nuestro relacionamiento social, sino, y fundamentalmente, afectó profundamente la economía y la educación.

La cuarentena obligatoria, y científicamente necesaria, golpeó con mayor fuerza a las clases más pobres y a muchas empresas privadas. Degradó la calidad de vida de manera vertical, pues tuvo consecuencias en todos los estratos, aunque, como es fácil deducir, sus consecuencias más duras se proyectaron sobre los sectores históricamente vulnerables, arrinconándolos al extremo de la mendicidad. Las ollas populares, iniciativa que surgió del pueblo, ayudaron, en parte, a paliar la insostenible situación en que se encontraban miles de familias. Y en la que, todavía, se encuentran.Desnudada la precaria estructura sanitaria, que, naturalmente, se multiplicó con esta crisis, no hubo capacidad de reacción, por lo que muchos contagiados murieron por falta de terapias intensivas y oxígeno, después de un año de declarada la pandemia. Tampoco se supo comunicar correctamente la necesidad de superar falsas dicotomías, por cuanto respetados juristas internacionales han unificado la salud como un derecho y una obligación, generándose la posibilidad de ejercer medios coercitivos para quien no cumpla con “aquello a que está compelido por la norma”, según lo explica el magistrado y catedrático argentino, doctor Sergio Barotto, al inicio mismo de la pandemia. Aquí, mientras tanto, seguimos navegando en la confusión y en la anarquía. No se trata de coartar la libertad de nadie, sino de transmitir el mensaje con eficacia. De una efectividad tal que pueda crear convencimiento para asumir conciencia.

Enfocado exclusivamente en la salud, y en la desesperación de un gobierno improvisado, sin creatividad alguna, se perdió el horizonte de otros aspectos que nos cohesionan como sociedad. No tenemos, por de pronto, un crecimiento económico previsible, cuando se posee ya a mano todas las variables posibles de lo que acontecerá en los próximos meses. Hasta ahora, las estadísticas, basadas en supuestos, fueron desmentidas por la realidad. Siempre hubo excusas, desde aquel crecimiento cero del 2019, cuando ningún suceso extraordinario había alterado la cotidianeidad de nuestras vidas.

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Paralelamente a la economía, esta crisis sanitaria trastornó severamente la normalidad del sistema educativo nacional. Suspendidas las clases presenciales se recurrió a la lógica: las lecciones a distancia. No solo conmovió la relación maestro-alumno, sino el modelo mismo de la enseñanza-aprendizaje. Con la agravante de que no todos podían acceder a la tecnología, menos a una de calidad, deteriorando aún más un sistema que hace años necesita ser urgentemente transformado, por aquello que ya explicamos en más de una oportunidad: la evidente contradicción entre las expectativas y los resultados. Los aspectos deficientes de esta modalidad ya deberían haber sido analizados. No se puede alegar falta de insumos, porque el año lectivo 2020 arrojó suficientes elementos para realizar una primera evaluación de cara a lo que debe corregirse. Además, ya existen estudios de universidades de prestigio que pueden ser cotejados con lo que ocurre en nuestro medio en este campo específico. A partir de esos datos se pueden deducir las debilidades de este proceso de educación a distancia o el modelo que combina ambas modalidades.

Hace exactamente un mes, la Universidad Goethe, de Frankfurt, Alemania, concluyó un “estudio global” donde se demuestra que “la educación a distancia produce un efecto educativo similar al de las vacaciones de verano y el rendimiento y las competencias de los alumnos no progresan”. Las autoridades del Ministerio de Educación y Ciencias ni se han dado por enterados de este informe –o al menos no compartieron públicamente– que puede verificarse desde la experiencia, con sencillas entrevistas a los estudiantes, en una muestra aleatoria que no demandará siquiera muchos recursos económicos. Y aunque su costo fuera elevado, debería hacerse porque tiene a diferentes franjas etarias como eventuales víctimas de un sistema educativo fallido.

El estancamiento, con tendencia a la baja, en el área de las competencias, se acentúa con mayor rigor –según el mismo documento– en niños y adolescentes pertenecientes a familias socialmente vulnerables. Se ahondó aun más la división entre los ricos y los pobres por el cierre de las escuelas y colegios para las clases presenciales. Sabemos, por informaciones procedentes de fuentes diversas, que esa misma situación experimentamos en nuestro país. Pero, lamentablemente, no se percibe o no se conoce que se esté haciendo algo al respecto. No estamos pidiendo que se detenga el proceso de la llamada “Transformación educativa 2030”. Lo que sí reclamamos es que lo urgente y lo necesario no pueden disociarse en estos tiempos en que nuestra educación se encuentra en su punto más crítico. Como no se recuerda en los últimos años. Y estamos hablando de un soporte insoslayable para la recuperación social y económico del país.

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