La educación ha pasado, en las últi­mas décadas, de un régimen de partidización sectaria a una etapa de desideologización perma­nente. La ausencia de lo que algunos pedago­gos denominan “la dimensión política” pro­voca, a su vez, un efecto vicioso que impide construir la cultura democrática por falta de una ciudadanía madura. Es ahí donde el sistema evidencia sus más graves, y profun­das, deficiencias estructurales. Porque limita la participación de los miembros de nues­tra sociedad en los procesos que definen su propio futuro, reduciéndola al simple acto de votar, en el mejor de las cosas. Porque un gran porcentaje de la gente en edad de sufra­gar opta por darle las espaldas a uno de los puntales que ratifican el Estado de Dere­cho: la opción de elegir libremente a quienes nos representarán en los diferentes cargos en la jerarquía gubernamental, tanto a nivel nacional, como regional y local.

Muchos países de la región tuvieron el mismo problema durante las dictaduras militares. Una educación, que aparte de repetir contenidos, tenía el propósito de alienar y alinear. Lo que no dejaba espacios para la reflexión y el pensamiento crítico. Y, en todo caso, ambos estaban prohibidos y condenados. Pero una vez que la democra­cia se instaló nuevamente en aquellos países la primera y urgente transformación estuvo enfocada, como prioridad, en la educación. Nosotros, prácticamente, fuimos los últimos, al finalizar la década de los ’80, en recuperar el estilo de vida democrático. Se diseñó un plan de reforma prometedor, con las mentes más ilustradas en la materia, con represen­tación plural de la sociedad y de la comuni­dad docente. Incluyendo varios congresos pedagógicos. La obra final de la “Reforma Educativa” se puso en marcha en 1994, como una “responsabilidad de todos”. Hubo osten­sibles avances en cuanto a la capacidad de absorción del sistema. Las estadísticas indi­caban que antes del cambio, solo 17 de cada 100 jóvenes accedían a una institución edu­cativa, para llegar a los alentadores registros de 60 por cada 100.

A pesar de estos indicadores auspiciosos, en el 2015, la entonces ministra de Educación Marta Lafuente admitía la existencia de un déficit en cuanto a calidad y eficacia del sis­tema, contrariando las expectativas que esta reforma había generado en la ciudadanía. Ya esa época había adelantado la necesidad de mayor inversión en tecnología y participa­ción de la comunidad. Es decir, la construc­ción de capital social. En lo que concierne al tema de nuestra opinión, esa calidad se resiente en su contribución a enriquecer o adquirir conocimientos políticos. Mientras no resolvamos este problema de la “apolitici­dad” de la educación, reflexionaba a media­dos de 1980, el español Francisco Gutiérrez, doctorado en Filosofía con especialización en Pedagogía, “es muy poco lo que puede esperarse del perfeccionamiento técnico-pe­dagógico del sistema”.

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Pero ¿Qué se entiende por la función política dentro de la educación? Las propias palabras de nuestro autor nos indican que se trata de tomar partido frente a la realidad social, no quedar indiferente ante la justicia atrope­llada, la libertad conculcada, los derechos humanos violados y el trabajador explotado. El objetivo final es encaminar a los estudian­tes “hacia la acción militante”. De esta acción depende, en sumo grado, mejorar la calidad de la democracia y perfeccionar la goberna­bilidad desde los procesos educativos.

Pensamos que la transformación educativa que se plantea debería poner en el centro del debate que la educación democrática, más allá de su transversalidad, tendría que ate­rrizar como asignatura específica, quizás desde el segundo ciclo de la Escolar Básica. Creemos, como lo afirman algunos expertos, en este caso específico Gary Fenstermacher, que debemos preguntarnos, desde el sentido epistemológico, si lo que estamos enseñando es racionalmente justificable, digno de que el estudiante lo conozca, lo crea y lo entienda. Recuperando, al mismo tiempo, la fuerza moral de la buena enseñanza: la ética y los valores. Nuestra esperanza, en este campo, radica en que existen paraguayos y paragua­yas capaces que pueden concretar en la prác­tica estas visiones idealizadas del proceso educativo. Solo es cuestión de darles espacio en las esferas de decisión.

Estamos en deuda con una de las misiones claves de la escuela, que es la construcción de una cultura cívica democrática que pre­disponga a los estudiantes a participar polí­ticamente. Ese es el camino para aprender y asimilar los valores de la tolerancia, la solida­ridad y el respeto a los derechos humanos, así como la capacidad de deliberar sin agresio­nes, sino mediante ideas que sostengan una democracia con libertad y justicia social.

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