En varios países vecinos, al igual que lo que sucedió en los últimos días de Trump en los Estados Unidos, se ha vivido una forma de expresión mediante la violencia social y política que no solo es reprobable, sino ilegal.
Pese al covid y la gestión deficitaria del Estado, somos un país con un gran potencial en materia de crecimiento y desarrollo que merece ser enfocado en esa perspectiva. Para lograrlo, requerimos contar con reglas de juego que se respeten y formas de convivencia que no ahuyenten la inversión, sino que, por el contrario, las aliente.
En el mundo se hoy, se ha instalado una forma de concitar la atención de las redes sociales (potentes y extendidas) mediante el desafío y la transgresión de la ley, en el entendimiento (nunca bien constatado) de un supuesto de popularidad que las personas acumulan con gestos de contravención a las reglas.
La ocupación del Capitolio en los Estados Unidos y la quema del Congreso en el Paraguay son dos ejemplos de un sentido anárquico de ejercer la política que, si bien reúne el factor del resentimiento y el descontento como motor, no transmite otra señal que la de una nación postrada bajo el mandato de la violencia, relativizando herramientas típicamente democráticas como las elecciones o los partidos políticos.
No importa desde qué sector se proyectan, tales movimientos violentos tienen un factor en común: generar descreimiento en los partidos políticos y señalar que el atropello a las instituciones y sus símbolos es una forma de ejercer el civismo democrático, una mentira grande como un estadio. Las fotos recientes de la toma del Capitolio son un ejemplo patente de esta tendencia, incluso en un santuario de la democracia como los Estados Unidos.
Cada periodo los ciudadanos eligen senadores, diputados, presidente y vicepresidente, intendentes, gobernadores y concejales. En el caso de que estos ejerzan mal sus funciones, existen mecanismos consagrados para que se tomen medidas para juzgarlos y eventualmente removerlos de sus funciones.
La clave de todo está en las elecciones y el saber elegir a las autoridades. Pero tampoco las organizaciones pueden suplir la tarea consagrada por la Constitución –por ejemplo– para el Congreso. Allí se encuentran los representantes escogidos por la mayoría de los paraguayos en elecciones libres y democráticas. Son capaces o incapaces, es un asunto que se debe determinar, pero es la forma –y no existe otra– como se eligen las autoridades.
La representación de 300 o 1.000 personas que participan en redes en relación a determinado caso vinculado con estas instituciones jamás suplirá a los ciudadanos que ejercen el poder soberano del voto para elegir a sus mandatarios y representantes.
Por lo tanto, la mejor idea cívica es ganar las posiciones mediante el ejercicio del voto popular; no existe otro mecanismo y tales procedimientos consagrados como democráticos jamás podrán ser reemplazados por fórmulas violentas que quieren subir o bajar autoridades quemando lugares o atropellado derechos.