La templanza es una de las virtudes cardinales en el quehacer político. Es, sobre todo, la capacidad de mantenerse sereno en medio de las tempestades, de las grandes crisis que pueden derivar en graves conflictos si son administradas con imprudencia. En realidad, es una recomendación para todo ser humano (en caso de ser cristiano, la Biblia la considera uno de los frutos del Espíritu Santo), pero es en el campo de la política donde adquiere mayor notoriedad por la exposición mediática de sus protagonistas y porque estos, por lo general, proceden contrariamente a la sobriedad, la moderación y contención verbal. La templanza y la prudencia deberían ser las armaduras más solicitadas por los hombres públicos. En especial por aquellos que ejercen el cargo de mayor rango en la administración de una Nación. En nuestro caso, el presidente de la República. Pero el señor Abdo Benítez utiliza el escenario de cualquier acontecimiento para tratar de impugnar las críticas (casi todas fundadas en pruebas irrefutables) sin más argumentos que su propia intemperancia y para lanzar desafíos a todos los que aparecen en su camino con una voz diferente a la suya.
Su reto a la opinión ciudadana de que renunciaría “mañana mismo” si no estaba haciendo (se refería a obras) lo que prometió durante su campaña electoral, ha desencadenado una avalancha de cuestionamientos, burlas y respuestas irónicas. Su compromiso de luchar contra la corrupción con el lema de “Caiga quien caiga” fue el centro preferido de los sarcasmos.
En los reiterados casos de corrupción –demostrados y publicados– dentro del Gobierno, la lapicera del Presidente se mantuvo impasible. Las renuncias por el llamado “Acta Secreta” de Itaipú, por denuncias de los medios no por iniciativa del Ejecutivo, le animó a declarar que “por más que me duela en el alma por las cercanías de los compañeros de lucha y que fueron fundamentales para el triunfo de nuestra causa, eso no nos da derecho a tener inconductas en el manejo de la cosa pública”. Buscando congraciarse aún más con la ciudadanía, por un mérito que no fue suyo, sino producto de la presión social y política, añadió que “la frase ‘Caiga quien caiga’ va a ser más dura en los próximos años” (1 de agosto del 2019). Bastan estas expresiones para que el mandatario renuncie, si es que habló en serio.
Es tedioso, pero necesario, recordar algunos hechos puntuales: descaradas sobrefacturaciones en la Dirección Nacional de Aeronáutica Civil (Dinac), ejecutadas por su entonces titular Édgar Melgarejo; corrupción y despilfarro en Petróleos Paraguayos (Petropar), con Patricia Samudio al frente; los más miserables actos de latrocinio en la Gobernación del Guairá, del luego ministro de Agricultura y Ganadería (MAG) Rodolfo Friedmann. Ninguno de ellos salió del cargo por la fuerza de la lapicera presidencial. No hubo, ni por asomo, “Caiga quien caiga”. Solo se fueron, por la vía de la “renuncia”, cuando la arremetida ciudadana se tornó insostenible. El presidente de la República no solamente los mantuvo en sus cargos, sino que los defendió hasta la última trinchera.
Impunes quedaron los intentos de corrupción, evitados por un sector de la prensa y por algunos diputados, en el Ministerio de Salud Pública y Bienestar Social. Los aliados opositores que ocupan cargos claves en la lucha por la transparencia fueron complacientes con los gestores de este alevoso plan en contra de los recursos públicos en tiempos de pandemia.
El escándalo que hoy embadurna al secretario general de la Presidencia de la República, Juan Ernesto Villamayor, riñe con un concepto moral y un precepto jurídico elemental de una democracia: el poder público se ejerce en público. El alto funcionario no es un improvisado en esta materia. Pesan sobre sus espaldas el vaciamiento del Banco Nacional de Trabajadores (gobierno Wasmosy) y desvíos millonarios en la Secretaría Nacional de la Reforma, durante el mandato de González Macchi.
Muchos otros casos dudosos guarda en sus registros el nuevo protegido del presidente de la República. El más reciente es un fallido acuerdo sobre las deudas que tiene nuestro país con Petróleos de Venezuela Sociedad Anónima (PDVSA), que solo iba a ver la luz una vez concretado. La oscuridad que cubrió las negociaciones, aunque frustradas, es señal de que algo torcido se estaba gestando. Veremos qué resolución asume el jefe de Estado. Por de pronto, su lapicera espera inaugurarse con un decreto que haga realidad el “Caiga quien caiga”.