Es bien sabido que el crimen sin castigo es la avenida de varios carriles para volver a cometer otros delitos. Puede ser la con­tinuidad de un esquema ya conocido y con los mismos protagonistas o abriendo las compuertas para que las personas sin convicciones morales sigan por idéntico atajo hacia la acumulación de una for­tuna bastarda. De ahí la formulación de esa expresión inapelable: la impunidad es una invitación a la reincidencia.

Desde el comienzo, este gobierno demos­tró debilidad para cortar las cabezas de sus propios monstruos. Algunos por absolutamente improductivos, otros por despilfarros y no pocos directamente por corrupción, tal como se ha demostrado a través de varias investigaciones periodís­ticas de nuestro propio diario. Antes de la aparición del coronavirus, la educa­ción estaba aplazada, la salud en terapia intensiva y la economía en estado cata­léptico. Esta desgracia tremenda que cas­tiga al pueblo paraguayo, especialmente a los que viven en la pobreza y, peor, en la indigencia, sin embargo, fue un tiempo de alargue para que el Gobierno pudiera recapacitar y decidirse a trabajar por el fortalecimiento de las instituciones, empezando por la moralización de la fun­ción pública.

La pandemia nos golpeó fuerte precisa­mente en esas tres áreas: salud, educa­ción y economía. En este último campo ya veníamos arrastrando una desacele­ración vertiginosa que ponía en riesgo a varias empresas y comercios, con ventas que habían descendido a picos históricos; cerramos el año 2019 con crecimiento cero y con un déficit fiscal que superó el 1.5% del Producto Interno Bruto (BID), mediante una ley de excepcionalidad aprobada por el Congreso de la Nación. Incapaz de ejercer un control efectivo en los centros de recaudaciones fiscales, la repetida opción era apelar al endeu­damiento del país. Ahora, con el argu­mento de la pandemia, creció considera­blemente. Aun así, el equipo liderado por el hermano del presidente de la República sigue inamovible. Esta crisis solo vino a profundizar una anterior en el campo de la economía. Y esto se pondrá peor si el jefe de Estado no ejecuta un giro radical en ese ministerio.

En Educación no hay transformación ni liderazgo. Durante la cuarentena el ministro del área demostró que estaba más desorientado que el resto de la ciuda­danía. En momentos en que la situación amerita talento, creatividad y capacidad de respuesta a un escenario imprevisto, él, simplemente, desaparece. Su presen­cia al lado del Presidente para informar sobre la suspensión de clases presencia­les hasta diciembre fue fugaz. Su discurso estuvo lleno de galimatías. Para las cues­tiones técnicas envía al frente a sus vice­ministros. Es otro gran frente de conflic­tos para los próximos meses.

En Salud, los cuestionamientos anterio­res a la pandemia se concentraban en la precariedad del sistema público, el subre­gistro de los casos de personas afectadas y muertas como consecuencia del dengue, la falta de infraestructuras e insumos y la intolerancia del ministro para asumir las críticas. Pero todas esas censuras fue­ron rápidamente olvidadas con el buen manejo inicial de la cuarentena. El secre­tario de Estado tuvo la virtud de ser con­secuente con las recomendaciones de uno o dos de sus asesores.

Pero la pandemia, lejos de sensibilizar a los delincuentes de siempre y algunos nue­vos protagonistas, fue, al mismo tiempo, el manto con que pretendieron cubrir, apro­vechando la confusión, los más repudia­bles y aberrantes hechos de corrupción con dinero destinado a combatir este virus. La indignación ciudadana fue incendiaria. Pero, el Presidente, lejos de destituirlos, prefirió las “renuncias” de los presuntos involucrados. Tampoco hubo sumarios. El ministro de Salud debe barrer casi todos los integrantes de su equipo, muchos de ellos, probablemente, fueron impuestos por poderes fácticos. O se van ellos o se va él por un gesto de dignidad personal.

El Gobierno debería ser el primero en aclarar estos crímenes de lesa humani­dad. Por de pronto, no se nota mucha pre­disposición para castigar estos delitos. Una sociedad hastiada puede tener reac­ciones impredecibles.

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