No es tiempo de eufemismos. Son días difíciles en los que tenemos que hablar con la crudeza de la realidad. Tal como alguna vez lo hizo un ex director del Hospital de Trauma, indignado por la cantidad de conductores de motos que morían por su propia irresponsa­bilidad. ¡Usen casco, carajo!, fue su dramá­tica exhortación. En ese mismo tono, y con esa misma palabra final, viene expresán­dose el ministro del Interior, Euclides Ace­vedo, para decirle a la gente que se quede en su casa. Que no salga. Que se trata de una de las medidas más recomendables y efecti­vas para evitar la propagación del coronavi­rus, esa enfermedad que ya está matando a miles de personas en todo el mundo.

La interjección carajo, según el dicciona­rio de la Real Academia Española, es una exclamación que indica sorpresa, susto o ira. La irresponsabilidad de mucha gente, que sale a las calles sin necesidad de hacerlo, ya está irritando al resto de la población. En estos momentos de tensión y de encierros, la irascibilidad hasta se comprende. No son tiempos normales. Es justificable el enojo con quienes ponen en peligro la vida de los demás. El que asume el descabellado argu­mento de que “se trata de mi vida” todavía no logró entender la gravedad de su acto. No es solamente “su vida”. Cuando el virus empieza a transmitirse comunitariamente todos somos potenciales víctimas. No es solamente “su vida”. Es un maldito eslabón en la cadena de transmisión de esta pande­mia. Un eslabón que puede llegar a conta­giar a miles de personas.

Un jurista argentino subrayó con marcador grueso un paradigma crucial para los días que vivimos: la necesidad de “preservar la salud personal como obligación social”. No vivimos en una isla. Puedo hacer uso de mi derecho mientras no agreda el derecho de los demás. Un axioma jurídico tan sencillo de comprender, pero tan difícil de cumplir. Y como diría el filósofo existencialista Jean-Paul Sartre: “Mi libertad termina donde empieza la de los demás”. Pero cuando la conciencia no funciona, entra a funcionar la ley. Con su más severo rigor.

El cretino que usa como excusa que es “su vida” para salir a pasearse por el interior esta Semana Santa, en muchos casos expo­niendo a sus inocentes hijos, debe merecer el rechazo de sus parientes, el repudio y la denuncia de sus vecinos y el merecido cas­tigo que la ley le impone. No es un simple pillo que logró evadir las barreras, es un cri­minal y como tal debe ser tratado.

No es tiempo de esparcimiento. Es tiempo de reflexión, de recogimiento, de pensar en el milagro de la vida y el misterio de la exis­tencia. Sobre todo, los de confesión cris­tiana tendrán la oportunidad de orar por el país y la salud de sus habitantes, en una semana en la que se recuerda la muerte de Jesucristo y se celebra el cumplimiento pro­fético de la resurrección.

El auténticamente cristiano sabe cuál es el mayor mandamiento del Mesías: “Ama­rás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente (…) Y a tu prójimo como a ti mismo” (Mateo 22: 37-39). Traduciendo al momento que vivi­mos, quedarse en casa es la más grande manifestación de amor al otro.

El preocuparse por los demás no es un atri­buto exclusivo de los cristianos. También lo practican seguidores de las otras religiones, agnósticos y ateos. La consigna no contem­pla excepciones y no admite interpelación alguna: debemos quedarnos en nuestras respectivas casas.

La ilimitada irresponsabilidad de algunos compatriotas ameritaba un título así: ¡Que­date en tu casa, carajo! Pero, en un pueblo que se declara mayoritariamente seguidor de Cristo, optamos por la exhortación recon­ciliadora: “Si amas a tu prójimo, quédate en tu casa”. El que hiciere lo contrario, sin eufe­mismos, es un desgraciado hipócrita.

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