No hay que tener miedo a los lugares comunes cuando estos evidencian la fotografía de una realidad. Siempre es recomendable la creatividad; sin embargo, algunos aforismos adquirieron rigor de verdad incuestionable por el cumplimiento a horario de sus asertos. Uno de ellos, probablemente el más repetido de todos, es que la palabra crisis, en japonés, está compuesta por los caracteres peligro y oportunidad. Es esa situación que el diccionario de la Real Academia Española define como difícil, grave, pero, al mismo tiempo, decisiva. No es menos reiterativa la frase que después de esta pandemia del coronavirus el mundo ya no será igual. Y los escépticos, que nunca faltan, aseguran que apenas pase el aislamiento de la población, la normalidad traerá consigo los mismos vicios de siempre. Nosotros, como país, tenemos la ocasión inmejorable de concretar las postergadas transformaciones socioeconómicas y políticas con una sólida base cultural que el pueblo demanda. Empezando por una reforma inteligente y patriótica de la Constitución Nacional. Esa es la oportunidad que nos concede esta crisis y que no podemos desaprovechar.
Nuestra ley fundamental fue pensada sobre las huellas todavía humeantes de una dictadura que duró 35 años. Hoy precisamos con urgencia una Constitución que, sin perder de vista las funciones sociales del Estado –más que nunca habría que reforzarlas–, redefina las atribuciones de algunas instituciones y otras que deberían desaparecer para hacer más dinámica, efectiva y transparente la relación y el mutuo control entre los poderes públicos, y entre esos poderes y la sociedad. En el primer caso, esa relación tiene un carácter extorsivo y manipulador que sirve como puente para canjes y favores políticos. Y entre Estado y sociedad, más que acercamiento, exista una línea demarcatoria que los separe y profundice sus diferencias. Lo que debería ser una relación de recíproco entendimiento, de satisfacción de las demandas ciudadanas y legitimación del poder, se ha convertido en una tensión de constante enfrentamiento.
Dijimos que debe ser una reforma encarada patrióticamente. Los mejores hombres y mujeres de nuestro país, más allá de las filiaciones políticas o inclinaciones gremiales, deben elaborar un anteproyecto que, además, tiene que contar con un amplio respaldo ciudadano para su rápida aprobación en una constituyente también integrada por las más prominentes personalidades intelectuales de todas las ramas del saber.
La revolución devora a sus hijos es otro muy conocido refrán político atribuido a varios líderes de la gesta francesa. Hoy, ajustado al cuadro dramático que estamos viviendo (con efectos expansivos globales), el periódico español El País utilizó una frase con reminiscencias a aquella revolución que sí cambió al mundo: las crisis engullen a sus líderes.
Esa afirmación puede adquirir ropaje axiomático si el Gobierno no empieza a mirar con una visión ampliada los resultados de su gestión. Someter la aprobación del trabajo de un ministro a la simpatía personal o retribuciones políticas dentro y fuera del partido del Presidente, como ha venido ocurriendo antes de esta crisis, ya no será tolerable para una sociedad que maduró aceleradamente en estas últimas semanas, al mismo ritmo que una indignación que no está en condiciones de aceptar el statu quo como respuesta.
Durante esta cuarenta, algunos ministros, criticados puntualmente en el pasado, han demostrado ser domadores de tormentas. Otros solo han confirmado que no son aptos para los cargos que ocupan. El anonimato –igual que a muchos presidentes y directores de entes– los ha devorado, sin creatividad, sin eficiencia y sin propuestas para la crisis.
Si bien es cierto que la gran reforma debe partir de la Constitución, el primer paso tiene que dar el presidente de la República reorganizando su propio gabinete. Esta crisis es su oportunidad. De lo contrario, deberá enfrentar el peligro de ser arrastrado por esa marea incontenible que ya no soporta la improvisación, la corrupción y la falta de resultados.
Debería tener presente el mandatario, hoy más que nunca, que la revolución y las crisis terminan devorando a los líderes.