La muerte es un problema del otro hasta que nos toca de cerca. Esta visión antropológica sobre el fin de la existencia podemos proyectar, por analogía, a otras situaciones de la vida. La indiferencia es el factor dominante cuando se trata de un asunto ajeno a mi circunstancia. Pero esa actitud cambia radicalmente cuando el problema toca a nuestras puertas. Ahí buscamos desesperadamente el abrazo solidario y consolador de los demás. No deberíamos esperar llegar a extremos para involucrarnos en cuestiones que nos afectan como sociedad. Aunque hoy nos domina una corriente que aísla al individuo en el círculo de sus propios intereses, existen circunstancias en que la supervivencia depende de todos. Ahí ya no se distinguen ni privilegios, ni estatus social ni posesiones materiales.
La afirmación filosófica sobre la muerte es una buena metáfora para comprender cabalmente el peligro que representa la pandemia del coronavirus. No es solamente un problema de la persona infectada por este virus y sus familiares; tenemos una responsabilidad que debemos asumir colectivamente: frenar su propagación. Reducir al mínimo sus efectos letales. De ser posible, a cero.
Parafraseando: el coronavirus, para algunos, es un problema del otro hasta que nos toca de cerca. Esa parece ser la lógica de aquellos que salieron de sus casas, sin necesidad de hacerlo, se amontonaron en supermercados, cumpleaños, bares y restaurantes. La diversión no se va a acabar por respetar la cuarentena de dos o tres semanas. Es la irresponsabilidad, que supera todos los adjetivos calificativos, la que puede desencadenar una tragedia que puede ser evitada.
No hay que entrar en pánico, decía hace poco un médico y periodista extranjero, pero hay que preocuparse. Existen suficientes razones para ser precavidos y respetar a rajatablas las resoluciones sanitarias adoptadas por cada país. Por ello resulta absolutamente inadmisible la manera de actuar de algunos compatriotas, que parecieran no entender la gravedad del problema. Es como si vivieran encerrados en un caparazón de irresponsabilidad sin límites, inmunes al peligro que nos acecha. Como si estuvieran a salvos en una torre de cristal desde donde miran el drama de algunos países que tienen que decidir a quién salvar y a quién dejar morir de acuerdo con la expectativa de vida de los pacientes.
A veces nos olvidamos del significado de las palabras, aunque esté todos los días en nuestro lenguaje cotidiano. Por eso, de tanto en tanto, es bueno refrescar la memoria. Responsable, en definición de la Real Academia Española: “(Persona) Que es consciente de sus obligaciones y actúa conforme a ellas”. Desde la ética, la responsabilidad es un valor moral. Es compromiso, es obligación, es un “debo hacerlo así porque es lo correcto”. Es el imperativo que nos empuja a hacer el bien.
La irresponsabilidad con que obraron este fin de semana algunas personas o familias, arrastrando a sus hijos pequeños (como en el incidente en un supermercado de Caaguazú), desnuda su grado de inconsciencia y de menosprecio por la vida. Por la de ellas mismas y por la de los demás. Muchos nos pedirán que no seamos alarmistas porque fueron las excepciones. He ahí un error fundamental: de las excepciones se multiplica este virus. Y con una celeridad asombrosa.
Precisamente de lo que se trata es que esta enfermedad no desborde. Que no sobrepase la línea de las estadísticas en situaciones controlables. Porque ahí, sí podríamos colapsar en pánico, que debe ser entendido como “miedo muy intenso y manifiesto, especialmente el que sobrecoge repentinamente a un colectivo en situación de peligro (…) miedo extremo o muy intenso que a menudo es colectivo y contagioso”.
En una sociedad políticamente democrática y culturalmente civilizada los ciudadanos debemos ser conscientes de nuestros actos, o pagamos las consecuencias. Y en este momento, las consecuencias tienen que ver con la propia vida.