La posmodernidad es una corriente cultural empobrecedora que impuso un olvido sistemático de la historia. La memoria fue relegada como un estorbo en un mundo donde las informaciones se producen en avalancha. El pasado solo es un lastre en una sociedad donde lo importante es acceder a lo más nuevo, aunque no sea realmente necesario. Es el consumismo que nos devora en un paisaje que desdibuja nuestra identidad como pueblo. Hay una generación indiferente con el heroísmo de quienes sacrificaron sus vidas para tener la patria libre, soberana e independiente que hoy tenemos. Es, también, producto de una educación que fue relegando el humanismo en favor de la tecnología, cuando lo recomendable es un justo equilibrio entre ambos fundamentos epistemológicos.
El relativismo, la punta de lanza de la posmodernidad, fomentó la pérdida de las certezas filosóficas e históricas. Todos los hechos son refutables desde la opinión. El papa Francisco, desde su época de cardenal, viene advirtiendo que la naturaleza de esta crisis es global y que “comprende una hermenéutica, una forma de entender la realidad”. Esa realidad, añade, somos nosotros como nación en movimiento “como obra colectiva en permanente construcción, e incluye tanto la dimensión espacial como temporal, el lugar y el tiempo donde nuestra historia se encarna”.
Ese déficit de memoria sobre el cual también nos habla el Papa es lo que pudimos corroborar en el sesquicentenario de la inmolación del mariscal Francisco Solano López en Cerro Corá. Las ceremonias de homenaje fueron apenas puntuales y no hubo la efervescencia que para este acontecimiento trascendental de nuestra historia ameritaba.
La historia tiene que ser una cátedra viviente para las nuevas generaciones. No para vivir atados al pasado, sino para entender de dónde venimos, para recuperar la vitalidad de una identidad peligrosamente amenazada por la cultura de lo efímero.
La gente, tal vez, tuvo expectativas como las celebraciones populares organizadas por el Bicentenario de la Independencia Nacional. El sacrificio de Solano López es el hilo continuador de la gesta de mayo. Por tanto, se justificaban festejos acordes a la magnitud del acontecimiento del 1 de marzo de 1870.
La Comisión Nacional de Conmemoración del Sesquicentenario de la Epopeya Nacional 1864-1870, creada por la Ley 6.090/2018, ha quedado en deuda con el país, con el pueblo y con la historia. Muy diferente a aquella que fue conformada hace casi cien años, en 1926, para recordar el centenario del nacimiento de Solano López. Las crónicas de la época reseñan que cuarenta mil personas desfilaron por las calles de Asunción. Líderes de todos los partidos políticos olvidaron sus diferencias para unirse a cuatro ex presidentes de la República y a jóvenes dirigentes estudiantiles, secundarios y universitarios, para un acontecimiento que un diario de aquellos días sentenció como “el espectáculo más grandioso que jamás presenció” la capital de la República. En un arranque de justificada exaltación por el momento que se vivía, el mismo periódico describe a “una multitud delirante que acudió al llamado de la gratitud” y que al desbordar el itinerario que tenía que recorrer, empezó a desfilar por tres calles paralelas.
Aquella procesión patriótica estuvo encabezada por un enorme retrato del mariscal pintado por el artista Holden Jara y que al pie tenía una inscripción: “Venció fatigas y penurias”.
Ayer, 1 de marzo, los medios de comunicación, con ediciones especiales y libros, salvaron en parte la ausencia oficial. Una celebración opaca que no rinde tributo a la memoria del mariscal. Porque el espíritu de Solano López fue determinante para nuestro triunfo en la Guerra del Chaco. Cuando a los excombatientes de esta última contienda le preguntaban cómo lograron sobrevivir ante un ejército mejor pertrechado y a la hostilidad de una región árida, unánimemente solían responder que les inspiró el “Vencer o morir” del mariscal.
Lo que debía ser un domingo de culminación de grandes fiestas populares, fue un domingo más. Una pena.