En el extremo diametralmente opuesto a la corrupción se encuentran la integridad, los principios y los valores que guían la acción de los miembros de una sociedad para hacer lo correcto. Si el recto juicio se impone a las desviaciones de las buenas costumbres, el obrar bien ni siquiera precisará de la advertencia de la ley. Ajustamos nuestras conductas a las normas morales porque así debe ser y no por temor al castigo. Eso se llama con­ciencia. Convicción para no apartarse del camino de la honestidad y la decencia.

Una persona íntegra es una persona con entereza moral. Intachable. Es lo con­trario a la corrupción, que en cualquier diccionario de sinónimos veremos que es similar a descomposición, deterioro, venalidad, soborno, degradación, envi­lecimiento, vicio, inmoralidad, maldad y mucho más. Es bueno, de tanto en tanto, hacer estas recordaciones para entender el grado de perversión de lo que estamos criticando.

Existen personas que fustigan la corrup­ción con testimonio de vida. Es decir, tie­nen credibilidad. Y están los cínicos que proclaman la ética después de enrique­cerse a costa del Estado. Que solo aumen­tan la irritación de un amplio segmento de la ciudadanía, impotente, por ahora, ante tanta impunidad. Tampoco faltan los funcionarios que justifican sus pro­cedimientos irregulares “porque todo el mundo lo hace”. O porque tienen que recaudar para sus jefes inmediatos.

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Tenemos que lamentar que estas prác­ticas estén todavía muy profundamente arraigadas y vigentes dentro de varios sectores de la sociedad y la administra­ción del Estado.

A la integridad sumamos los principios, definidos como verdades fundamentales que rigen la conducta. Y los valores, por su lado, implican una escala axiológica que determina nuestro comportamiento. Aunque la escuela no es el único lugar para aprenderlos, es ahí donde se fijan por medio de una acción intencional y sistémica. Es ahí donde el aprender a ser adquiere toda su relevancia.

Si Transparencia Internacional nos ubica entre los países más corruptos del mundo y segundo entre las naciones latinoameri­canas debe ser motivo de preocupación. Y los responsables del Ministerio de Educa­ción y Ciencias, quienes destacan como un gran logro que los kits escolares este año llegarán a tiempo, tendrían que asumir, en contrapartida, como un enorme bache en el sistema la ausencia de una escuela que enseñe valores.

Los conceptos más elementales de la educación la vinculan con el perfecciona­miento y la visión idealizada del hombre y la sociedad. Modifica positivamente la aptitud y la actitud del ser humano, desde la perspectiva intelectual, psicomotriz y afectiva. Incrementa todas sus potencia­lidades de realización desde una mirada ética.

Aclaramos, sin embargo, que la escuela no es la única responsable de esta for­mación integral. Pero es la que mayor peso carga sobre sus espaldas porque es el lugar donde se fija el aprendizaje. No es la única, repetimos, porque aparte de la educación formal tienen gran impacto sobre los niños y niñas y sobre los jóvenes las acciones sociales, aquellas que tienen su origen en la familia, en la comunidad y en los medios de comunicación, aunque sea muy baja su intencionalidad y casi nula la sistematicidad.

En ese complejo entramado, la corrup­ción convive con nosotros. En todos los ámbitos, aunque algunos pretendan minimizarla y confundirla con picardía criolla.

Al principio afirmábamos que si una per­sona está moralmente formada siem­pre actuará bien, sin necesidad de que alguien le recuerde siquiera la presencia de la ley. Pero están los que a sabiendas de la existencia de las leyes deciden hacer lo incorrecto. Consciente y deliberada­mente. El cuadro empeorará cuando la ley tampoco castiga. Entonces retrocede­mos hasta el mismo punto de la corrup­ción: su hermana gemela, la impunidad.

Para empezar a ganar las batallas con­tra la corrupción tenemos que armar un ejército de valores. En medio de ese fuego cruzado está la escuela, que no puede rehuir su responsabilidad.

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