Hay dos cuestiones puntuales que son el foco de atención de la ciuda­danía en las últimas semanas. Y ambas causan escozor e irritación. Con la pobreza expandiéndose a nuevos secto­res sociales, la indignación en las calles podría rebasar los límites de la simple probabilidad.

Una de ellas tiene que ver con el pretendido aumento del déficit fiscal al 3%, planteado por el Ejecutivo y que la Ley 5098/2013 contem­pla para casos excepcionales. De acuerdo con el citado marco legal el límite es del 1,5% del Producto Interno Bruto por lo que la modifi­cación –según las Disposiciones Finales– debe ser autorizada por el Congreso de la Nación, con vigencia para el presente año. En otras palabras, para agregar claridad a este tema, el período fiscal 2019 cerraría con un déficit de 1.200 millones de dólares.

El Senado aprobó el proyecto enviado por el Ejecutivo, pero en Diputados se redujo al 2%. La Cámara Alta se ratificó en su deci­sión inicial y ahora está de nuevo en manos de la Cámara revisora que trataría el tema el próximo miércoles.

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Este gobierno ya venía cargado de inoperancia antes de la “emergencia nacional” argumen­tada, entre otras cosas, para intentar alzar el tope del déficit fiscal. La caída de la actividad económica ya es producto de ese círculo vicioso que tiene su origen en la ineficacia. Los entes recaudadores se manejan en el más absoluto relajo, carcomidos por la corrupción, por lo que la mayor parte de los ingresos van a parar a gru­pos de privilegios y no al Estado. A eso hay que sumar las actividades comerciales paralizadas y las casi nulas inversiones privadas a razón de la desconfianza hacia unas autoridades que no tienen certeza de su propio rumbo.

Nadie quiere invertir en un país donde la improvisación, la condescendencia con el latro­cinio, la incapacidad moral para poner orden y el despilfarro son las señales más claras de la falta de gestión de este gobierno.

La segunda cuestión tiene que ver con el Pre­supuesto General de la Nación para el 2020. Un año de elecciones. Por tanto, las presiones de los funcionarios públicos suelen tener mayor efectividad. Aunque la experiencia ha demos­trado en reiteradas ocasiones que no existe el voto corporativo. La ciudadanía se siente impo­tente ante los aumentos salariales y la crea­ción de nuevos cargos, con la salvedad corres­pondiente para los trabajadores del magisterio nacional.

El estudio del presupuesto público nunca estuvo libre de controversias. Las puntas de las discordias, por lo general, eran los recortes de unos y las asignaciones de esos mismos recur­sos a otros, siempre dentro de la estructura del Estado. Era –y sigue siendo– el resultado del fuerte lobby que hacen los responsables de cada institución –y los sindicatos– a la hora de defender su proyecto ante la Comisión Bicame­ral del Congreso creada a ese efecto. Sin desco­nocer las facultades constitucionales –Artículo 2016– del Poder Legislativo las variaciones se realizaban sin criterios técnicos, mediante el respaldo de algunos diputados y/o senadores a los que, posteriormente, se devolvían favores. Preferentemente nombramientos y recatego­rizaciones. Eso, sin contar los cargos que crea­ban los propios legisladores para su clientela política.

No planteamos, de modo alguno, ningún cerca­miento a las atribuciones constitucionales del Congreso. Lo que condenábamos siempre es ese manejo espurio y clientelar del presupuesto en complicidad con algunos representantes del propio Ejecutivo. En este ambiente de anar­quía, el despilfarro castigaba sistemáticamente a los sectores históricamente marginados.

Es de justicia reconocer que uno de los puntos más altos del período 2013-2018 fue la ejecu­ción de presupuestos responsables y equilibra­dos, con una ley de transparencia, concursos para acceder a los cargos públicos, el respeto a la ley de responsabilidad fiscal y una fuerte inversión en infraestructura que permitieron el crecimiento sostenido de nuestro país.

La fórmula más sencilla para explicar un pre­supuesto público podemos resumirla en ingre­sos + financiamiento = gastos. Esta simple ecuación, comprensible para cualquier ciuda­dano, es la que permite que se cumpla uno de los principios fundamentales de cualquier pre­supuesto: el equilibrio.

Por eso advertíamos días atrás que los legis­ladores no deben priorizar sus aspiraciones políticas a la hora de evaluar el presupuesto público. Veremos si el Ejecutivo es capaz de sacudirse de la presión electoral. Suficiente con el déficit que ya carga sobre las espaldas del pueblo. Y que ahora quiere doblar.

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