Desde una mirada filosófica, el Estado tiene entre la más elevada de sus aspiraciones el bienestar del ciudadano. Para que ese bienestar sea posible es imprescindible la articulación de políticas públicas que trasciendan a los gobiernos. Entre esas políticas públicas la educación es una de sus urgencias y prioridades. Obviamente no radica en ella la solución de todos los problemas, pero su ausencia o mala calidad es el origen de muchos vicios estructurales dentro de una sociedad.
Uno de los efectos más perniciosos de la ignorancia es la pobreza. Lo que convierte a ese sector de la población en víctima de políticos inescrupulosos en épocas electorales. Manipulado en su pobreza y en su ignorancia.
Alguien dijo muy atinadamente alguna vez: si todo fracasa en un país, pero la educación sigue funcionando, siempre habrá esperanza. La sociedad que pretendemos puede ser posible aunque temporalmente los otros ejes que garanticen el crecimiento económico equitativo, con justicia social, no tengan andamiaje. En otras palabras, mientras el núcleo vital –la educación– permanece latente, también permanecerá latente la esperanza por una vida de mayor calidad para todos.
¿Podemos tener expectativas de una educación que capacite para la vida? Pensando en perspectiva, definitivamente, sí. De lo contrario estaríamos renunciando a la esperanza. Pero no solo debe capacitar para la vida, saliendo del contexto de las definiciones académicas, sino, y fundamentalmente, para que cada ser humano sea protagonista de su propia transformación y la de su comunidad.
La siguiente pregunta deviene necesaria: ¿qué hace el actual gobierno para que la educación se convierta en uno de los puntales de la transformación social, cultural, política y económica que nuestro país reclama? Lamentablemente, no podemos ocultar el grave estancamiento en el sistema educativo nacional.
Se agita el eslogan de la transformación educativa, como fundamento de las otras transformaciones, pero no se ha registrado en los últimos meses un solo programa nuevo para que tal cosa sea posible.
Hoy la educación está a la deriva. Hasta los programas heredados de administraciones anteriores están rezagados. Y eso que cuentan con recursos garantizados para su implementación continua.
El verdadero interés que un gobierno demuestra hacia la educación se percibe ya nítidamente desde el momento en que nombra a las personas que van a dirigir las políticas públicas de dicho sector.
Lejos de una concepción patrimonialista del poder, pero realistas al fin, el presidente de la República tenía dentro de su propio partido político a hombres y mujeres que, por su elevada capacidad intelectual y respetada personalidad, podrían haber ocupado el cargo de ministro o ministra de Educación. Pero no. Manteniendo una absoluta fidelidad a su estilo de gobernar, optó por la improvisación.
La designación del señor Eduardo Petta al frente del Ministerio de Educación y Ciencias hasta hoy no encuentra una explicación lógica o razonable. En un año puso en evidencia su absoluta incapacidad para el cargo. La grandilocuencia de su discurso es desbaratada por la cruda realidad de los números. El nivel de su ejecución presupuestaria es lamentable. Clara manifestación de su nula gestión.
Un ministro tiene indiscutiblemente derecho a opinar en las redes sociales. Debe hacerlo con propiedad, con estadísticas serias para refutar lo que él considera que no se ajusta a la verdad. Lastimosamente su descargo se reduce al agravio y a la denostación, y no a contrarrestar las pesadas pruebas en su contra.
Debiera saber el señor Petta, a quien nadie obligó a aceptar el cargo, que un ministro tiene la obligación moral y legal de informar periódicamente de su gestión a la sociedad y de responder a los requerimientos de cualquier ciudadano.
La permanencia del señor Petta en el cargo de ministro de Educación demuestra claramente que Abdo Benítez no está interesado en el sector. No le inmutan las justificadas críticas. Ni la opinión de los expertos. Solo se deja embriagar por el canto endulzado de sus aliados coyunturales.
Nombrar a sus colaboradores es una facultad constitucional del Presidente. No debe olvidar, sin embargo, que tiene una responsabilidad personal, que no podrá evadir, ante la sociedad. Y lo más probable es que termine sepultado por los ineptos que le hoy le rodean.