Esta semana fueron ampliamente divulgadas las expresiones del vocalista de un grupo musical del interior del país, que en una nota para un programa televisivo daba a entender que había mantenido relaciones sexuales con adolescentes de 15 años. Más allá de las implicaciones penales y civiles, que no son objeto de este editorial, la confesión (o el desliz) de este cantante ha abierto un provechoso debate a nivel de la sociedad no precisamente por el morbo que genera o por lo controvertido –que lo es sin dudas por la naturaleza del delito que investiga el Ministerio Público–, sino por el problema de fondo que es sin dudas una cuestión cultural.

Primeramente hay que hacer precisiones y asumir posturas firmes respecto a los casos en el que menores de edad están involucrados en abusos. Tener contacto sexual con una persona menor es un delito. Cualquier acceso carnal antes de los 15 años (edad en que se considera estupro) es abuso sexual aquí y en cualquier parte del mundo.

Pero más allá de que esta cuestión es bastante clara, el problema cultural de fondo es que el contacto sexual con un menor (y más aún tratándose de una adolescente de 15 años), hasta si se quiere, es una relación naturalizada por una buena parte de la sociedad que asume que “la mujer” de esa edad ya está “apta” para tener relaciones.

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Y esto es una aberración.

No se puede naturalizar, o normalizar, que una relación con una adolescente sea algo corriente. No lo es. Se trata de un crimen y quienes lo cometen a través de actos y lo promueven en la retórica son criminales. Esa “naturalización” del acceso carnal con un menor es lo que hay que erradicar de la conciencia colectiva que naturaliza este tipo de hechos, cuando se trata en realidad de delitos.

Más allá de que la legislación imponga castigos (más o menos severos) contra estos criminales, la realidad muestra que más allá de las penas este flagelo continúa y que las políticas aplicadas desde el Estado no son continuas y no se sostienen en el tiempo.

Por supuesto que es correcta la denuncia realizada por el Ministerio de la Niñez y la Adolescencia (Minna) en este caso puntual, no hay que dejar pasar ni tolerar hechos como este. Pero a la luz de la realidad que se diagnostica en este artículo no cabe duda que la represión a través de la ley punitiva resulta insuficiente.

La ley, es cierto, puede disuadir, pero el verdadero desafío es permear las bases de la sociedad, de tal suerte a que esta transformación alcance a todos los niveles.

Pero este cambio de pensamiento solo va a ser eficaz en la medida en que las campañas y los llamados de conciencia enfoquen todos los ámbitos de la sociedad. Hoy se trabaja en la prevención a través de campañas de concienciación y es una parte del camino que hay que recorrer, pero es en las escuelas y colegios donde deben buscarse mecanismos didácticos y de defensa. El núcleo familiar también debe pasar a asumir un rol vital para alcanzar esta transformación cultural, atacando el problema de raíz. No hay que perder de vista que el espacio que brinda la familia es el más seguro para nuestros niños y niñas. A partir de esta idea, ese núcleo adquiere una importancia esencial.

Por ello, es rol del Estado y de la sociedad es concebir un ambiente acorde para nuestros niños y niñas, en el que ellos se sientan seguros y protegidos viviendo la hermosa etapa de la infancia y la adolescencia. En una palabra, siendo niños y no viviendo como adultos como en muchas zonas del país.

Es bueno que desde el Estado, como lo hizo el Minna, levanten su voz para que el Ministerio Público actúe de oficio, pero es también un llamado para sí mismo (en el papel protector del Estado) y una convocatoria a todos los ámbitos de la sociedad. Es un llamado a no quedarse callados y de naturalizar lo que no es normal.

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