Desde hace décadas que los medios de comunicación de masas están expuestos al escrutinio de la ciudadanía en general. De los teóricos que buscaron explicar su funcionamiento, alcances y efectividad, y los académicos que trataron de fundamentarlos en la cátedra a partir de esos planteamientos centrados en la observación y la experiencia, se avanzó hacia un estadio mucho más analítico y crítico: el uso a que estaban siendo sometidos por los dueños de las empresas periodísticas y la urgencia de retornar a sus ideales éticos y su responsabilidad de enlace entre la realidad percibida y el público. Grandes debates y reflexiones identificaron plenamente sus debilidades y desviaciones, pero no tuvieron las repercusiones necesarias para corregir rumbos y modificar conductas, porque las conclusiones fueron minimizadas o enmudecidas, en gran medida, por quienes se sintieron afectados por tales juicios. Algunos, como un escape a ese cerrojo impenetrable que impide la filtración de las luces que puedan alumbrar el camino de moral y la veracidad, buscaron expresarse a través de los libros (de difusión siempre más limitada), como el polaco Ryszard Kapuściński, el español Juan Luis Cebrián y su compatriota Ignacio Ramonet, así como el argentino Horacio Verbitsky, para no alargar la lista, a quienes los une una misma pasión: el periodismo y la escritura. Diseccionaron las entrañas del monstruo desde adentro, parafraseando una conocida frase del prócer y poeta cubano José Martí.
Muchos jóvenes, hay que decirlo, incursionaron en la literatura sobre la comunicación y, más que nada, apuntando a las corporaciones mediáticas que irrumpieron abiertamente en la búsqueda y el control del poder político y económico. Sus objetivos ya no son los que fueron durante el desarrollo romántico de esta profesión que, en la mayoría de los casos, se distinguía por su nobleza e irrenunciable búsqueda de la verdad, más allá de quién pudiera sentir sus demoledores efectos. No se negociaba con el silencio ni se concedía carta de impunidad para los conocidos o amigos. Aquellos directores y editores no se dejaban intimidar ni por las figuras más relevantes de un determinado Gobierno, algunos de ellos, incluso, cercanos a sus propietarios. Salvo que estuviera en juego la seguridad nacional o involucraran planes estratégicos durante una crisis internacional.
La búsqueda de la verdad sin cortapisas pagó el alto precio de numerosas vidas. Muchos periodistas fueron asesinados en varios países del mundo –incluyendo el nuestro– en el cumplimiento de su trabajo. De hecho, América Latina ha sido uno de los focos más peligrosos para el ejercicio de esta noble profesión, siendo, quizás, México, hoy en día, una de las naciones donde más ataques mortales sufren los hombres y mujeres que se dedican a la misión de informar sin restricciones ni sesgos manipuladores. Y, repetimos, les ha costado bastante caro. También nosotros tuvimos sucesos trágicos similares. Sin embargo, esos sacrificios fueron deshonrados por quienes han convertido a la verdad en un producto susceptible de sufrir alteraciones en su presentación final, de acuerdo con los fines que persiguen sus dueños.
En los últimos años la sociedad ha venido presenciando cómo los hechos son distorsionados sin consideración alguna hacia quienes deberían recibir la información de manera veraz, plural y dentro de su debido contexto. Pero aquí las noticias, desde sus primeras líneas, ya vienen contaminadas por la opinión tergiversada de sus redactores. Para que se pueda entender con mayor claridad: los sucesos son presentados con rellenos mal intencionados por quienes tienen a su cargo describirlos. Lo que en todo caso puede hacerse es plasmar sus propios criterios, pero en un artículo aparte y firmado. O que, en su defecto, quede claro que se trata de la posición editorial del medio en cuestión.
Pero de manera alguna de la forma en que lo vienen haciendo: falsificando la realidad con intervenciones interesadas de los miembros de las corporaciones mediáticas, siguiendo las instrucciones bajadas por sus propietarios y que nada tienen que ver con el objetivo de construir conciencia para la toma de decisiones a partir de informaciones fidedignas y sanas. Sanas, en el sentido de no estar inficionadas por las inquinas, odios y malquerencias de los periodistas militantes y los bastardos propósitos de los empresarios. Y, como militantes, están fanatizados y cegados por sus propias limitaciones ideológicas. Han tomado posiciones hasta en las elecciones internas de los partidos políticos. Pero con tal deshonestidad que, al tiempo de jugarse a favor de alguien o de algunos, pretenden proyectar la imagen del periodismo independiente y rigurosamente ajustado a la realidad.
Prácticamente ya no existen medios de comunicación que carezcan de una orientación ideológica. Pero con una gran diferencia: la asumen, no se disfrazan, como lo hacen nuestras corporaciones y sus periodistas, tratando de engañar a la gente y mover al electorado hacia donde están sus preferencias y simpatías. Ni los repetidos fracasos ni las estrepitosas derrotas sirvieron para corregir sus deslealtades hacia la verdad y hacia sus lectores, oyentes o telespectadores. Nada les inmuta, ni la acelerada pérdida de credibilidad que, a la larga, tendrá incidencia hasta en nuestro propio régimen democrático, del cual se autoproclaman defensores, cuando que son quienes más atentan en contra del mismo con sus perversiones, groseras mutilaciones de la realidad e infame manipulación de los acontecimientos. Ese siempre fue el caldo preferido de los autoritarios, de los fascistas que nunca dejan de estar al acecho para pescar en río revuelto. Y con la complicidad de las cadenas de comunicación a las que no importan ni los fines ni los medios, con tal de que puedan estar al lado de los que mandan para sus propios negocios y beneficios. Menosprecian la mirada escrutadora de una sociedad cada vez más crítica, que anuncia el triste final de sus reinados de ruindades y mentiras.