• Por Aníbal Saucedo Rodas
  • Periodista, docente y político

Jorge Mario Bergoglio fue un papa que descifró los códigos de su tiempo. Desde lo teológico, iluminó los grandes temas y problemas, algunos controversiales, que nos preocupan y agobian. E, incluso, fue más allá al añadir su impronta personal a varios dogmas de la Iglesia católica. Lo hizo desde la mirada del Nuevo Testamento y el segundo mayor mandamiento de Jesús: “Ama a tu prójimo como a ti mismo”. El primero, obviamente, es la disposición de amar a Dios “con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente” (Mateo 22:34-40). Por eso es que fue tan polémico como sabio. Y supo utilizar los signos de la tecnología para una mayor comprensión de sus mensajes. Su contacto con periodistas y medios de comunicación fue fluido y sin intermediarios. Probablemente, de esas conversaciones y algunos mensajes sectorialmente direccionados surgieron las certeras apreciaciones sobre la política, la cultura, la mujer en la sociedad (y, sobre todo, en cargos de jerarquía dentro del propio Vaticano), el apego a las riquezas mundanas, el cambio climático y el ideal de una “Iglesia pobre para los pobres”. Supo hacerse entender desde una filosofía practicada a partir de la realidad y con un lenguaje claro y sencillo. Frases cortas, pero contundentes, como aquella dedicada a la mujer paraguaya que ya pasará a formar parte de nuestra historia colectiva: “En toda América, es la más gloriosa”. Tampoco negó la bendición a las parejas del mismo sexo.

En cuanto a la política, subrayaba que “la búsqueda del poder a cualquier precio lleva al abuso y a la injusticia”, razón por la cual debe constituirse en “un vehículo fundamental para edificar la ciudadanía y la actividad del hombre”. De lo contrario, si quienes se dedican a ella no “la viven como un servicio a la comunidad humana, puede convertirse en un instrumento de opresión, marginación e, incluso, destrucción”. Valores que, evidentemente, ya no adornan este quehacer envolvente del ser humano, al priorizarse los egoísmos y las apetencias personales por encima del bien común, que es el fin último de la política.

Esta preocupación de Bergoglio no nació con Francisco. Hasta diría que tiene su Pedro Páramo (de Juan Rulfo). Un libro pequeño, pero de alcance universal: “La nación por construir: utopía, pensamiento y compromiso” (2005). Desarrolla con habilidad discursiva las encrucijadas de la crisis global. Y que es “global porque comprende una hermenéutica, una forma de entender la realidad. Esa realidad somos nosotros como nación en movimiento, como obra colectiva en permanente construcción, e incluye tanto la dimensión espacial como temporal, el lugar y el tiempo donde nuestra historia se encarna”. Por eso reflexionaba sobre la “discontinuidad de la memoria relacionada con el tiempo y la historia”, entendida (esa discontinuidad) como “la pérdida o ausencia de los vínculos en el tiempo y el entretejido socio-político que constituye a un pueblo”. Y, luego, la estocada lacerante: “Somos parte de una sociedad fragmentada que ha cortado los lazos comunitarios. Esta realidad se debe a un déficit de memoria, concebida como la potencia integradora de nuestra historia, y a un déficit de tradición, concebida como la riqueza del camino andado por nuestros mayores”.

Esa ruptura dificulta el diálogo intergeneracional sobre “las inquietudes y preguntas que unen al pasado con el presente y a este con el futuro”. A la discontinuidad añadió la dimensión del desarraigo, perdiéndose el sentido de la trascendencia, así como la caída de las certezas: “La patria, la revolución, incluso la solidaridad, tienden a ser vistas con curiosidad, burla o escepticismo”. En síntesis, la visión humanista de la vida, de comprensión en las diferencias, del amor al otro y de la urgencia de una iglesia que restituya los valores perdidos en la sociedad de hoy no nacieron con Francisco. Ya venían con el amplio conocimiento con que Bergoglio aterrizó en el Vaticano.

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