Tras el fracaso del materialismo dialéctico, aquella doctrina que enfrenta al “capitalista explota­dor” con el obrero “explotado”, por culpa del advenimiento de la clase media, que no tiene interés en uno u otro extremo de la lucha de clases, el marxismo cultural tuvo que reinventarse y el pensamiento “woke” le cae como anillo al dedo. Este término utilizado desde hace algo así como 15 años, con mayor fuerza en los Estados Unidos y sobre todo tras la llegada de Barack Obama al poder, intenta representar a una clase de personas supuestamente “conscientes” de los desequilibrios que hay en el mundo. El mismo tipo de desequilibrio que denun­ciaba el marxismo entre la clase trabaja­dora y patronal.

A partir del mencionado fracaso, sobre todo en Europa, se buscaron otras aristas y varia­bles para generar esos enfrentamientos y mantener la dinámica de la lucha de clases. Dicho de otra manera, simplemente se cam­bió el rubro sobre el cual poner énfasis. De ahí surgen enfrentamientos entre la ciudad y el campo, los hombres y las mujeres, las personas con diversos tipos de preferencias sexuales, desde donde se enfocan en el con­cepto de género.

Con Joe Biden la agenda woke se intensi­ficó por medio del apoyo financiero desde el mismo Gobierno de Estados Unidos a orga­nizaciones globales repartidas en todo el mundo, que pusieron todas sus fichas en generar esa división y enfrentamientos por temas sensibles como los raciales, políti­cos, sexuales y varios tipos de aristas que de alguna manera enfrentan a sectores socia­les. Ni pensar en el impulso que hubiese tomado con una victoria de Kamala Harris.

Sin dudas que no todo lo que sea vinculado a una agenda woke es mala, se podría filtrar algunos, todos muy subjetivos. La intoleran­cia racial podría ser uno de sus principales factores contra el que luchan los wokes, así como la igualdad entre hombres y muje­res. El problema es que en vez de llegar a un punto medio para equilibrar a la sociedad, la agenda woke no tuvo un freno y terminó desnivelando hacia el lado que otrora era más débil. También salió de su lugar natural e ingresó a la educación escolar y eso hasta repercutió dentro de las familias.

La agenda woke finalmente tiene esa necesi­dad de dictar órdenes, y sin lugar a dudas ata­car a la libertad social y económica de las per­sonas, en un ejemplo exacto como lo hizo el marxismo en la Unión Soviética hasta 1989 y lo viene haciendo en países donde se ha imple­mentado de manera agresiva este sistema político, cultural, social y económico como Cuba o Corea del Norte. De manera más suave en Venezuela y Nicaragua.

El pensamiento woke se ha adueñado de las producciones culturales, televisivas y del cine. También ha hecho irrupción en cam­pañas publicitarias con importantes marcas que la sostienen. Todo esto ha llegado qui­zás a un techo y es por eso que se ven reac­ciones políticas en contra del “wokismo”, en Europa, en Estados Unidos y en parte de Sudamérica.

El nacionalismo ha salido a enfrentar a la agenda woke, desde el epicentro de su mundo creador, Estados Unidos, y se siente que Europa se despierta, pero el proceso es mucho más lento. Ron De Santis, líder con­servador de Estados Unidos, ha hecho suya la lucha ante esta agenda, acusando al sis­tema educativo de promover ideologías pro­gresistas sobre raza y género, por ejemplo.

En cualquiera de los casos, los extremos son malos y mientras para algunos lo woke es sinónimo de avance y progreso, para otros representa una imposición ideológica, y esto último pareciera que está más cerca de la realidad. Las próximas grandes batallas entre el woke ideológico y el nacionalismo conservador las vamos a ver en las elecciones generales en Francia y España. En la región las tendremos en Chile y en Brasil.

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