El evangelio de Cristo quiere transformar completamente nuestras vidas.

Él nos pide descubrir un nuevo modo de relacionarnos entre nosotros, basado en el amor. Un amor tan diferente de lo normal que llega hasta a amar a los enemigos. Pero, esto, aunque muy exigente, no basta para que ya seamos perfectos cristianos. Es necesario también cambiar nuestra relación con las cosas, con los bienes materiales.

Quien vive una auténtica experiencia de Dios, descubre que las posesiones o el dinero solo tiene un valor relativo en la vida, y no puede ser el centro de nuestro existir, pues nos esclavizan, nos consumen, nos ciegan y petrifican nuestro corazón.

De hecho, existen personas que viven completamente pendientes del dinero. Todo lo que hacen tienen como finalidad el lucro, la ganancia o el acumular más. No son capaces de tener relaciones espontáneas y gratuitas. No encuentran sentido en la caridad, en el despojarse de lo que le sobra o mucho menos en el sacrificarse gratuitamente por alguien o por una causa.

Estas personas viven en un perpetuo estrés, porque están siempre preocupadas en cómo multiplicar sus bienes y tienen un verdadero pavor en perder sus cosas. A los demás miran como una posibilidad de hacerse más rico, por eso calculan cómo sacar provecho de ellos, o entonces como una amenaza a su riqueza, y por eso es mejor mantenerse alejado.

Quienes están hechizados por el dinero, lo adoran como si fuera un ídolo, un dios, y este despacito va exigiendo el sacrificio de toda su vida y también de todas las personas con las cuales se relaciona. Cuando nos dejamos orientar por el materialismo vamos tornándonos fríos, calculistas, deshumanos y como consecuencia solitarios.

La plata puede cegarnos en tal modo, que ya no reconocemos, ni siquiera a nuestros parientes más cercanos. Cuando nos dejamos hipnotizar por las riquezas, todas las cosas y personas se transforman en cifras.

Sin embargo, cuando encontramos a Jesucristo y nos dejamos iluminar por él, se rompen las cadenas del materialismo, se abren nuestros ojos y se transforman nuestros corazones, es ahí que descubrimos el valor de la providencia. Descubrimos que no podemos pasar por este mundo solo preocupados con lo que comeremos o vestiremos. Aprendemos que las relaciones son importantes y que el sacrificio gratuito da sabor a la vida. Comprendemos que Dios nos cuida en todo momento y que lo que gastamos con los demás, él mismo nos devolverá de muchos modos. Nos damos cuenta de que de nada sirve acumular tesoros de este mundo si nosotros no somos los dueños de nuestras vidas, pues en cualquier momento ella puede terminar y todo lo material se queda.

Por eso, es muy importante permitir que Dios vaya entrando en nuestra vida a través de su Palabra, de la oración, de los sacramentos, de la vida comunitaria, vividos con verdadero espíritu de apertura, pues así poco a poco el Señor nos va liberando de la idolatría al dinero. Una de las señales más concretas de la conversión es el conseguir tener una relación diferente con los bienes de este mundo, esto es, el desapego de los bienes materiales, la disponibilidad a la caridad, la capacidad de amar gratuitamente, la confianza en la providencia divina.

De hecho, conversión que no llega al bolsillo, que no se hace concreta en el repartir con generosidad lo que se posee no es verdadera conversión, sino solo una ilusión, un maquillaje.

El encuentro verdadero con el Señor nos hace buscar el Reino de Dios y su justicia, pues sabemos que todo lo demás nos será acrecentado.

El Señor te bendiga y te guarde, el Señor te haga brillar su rostro y tenga misericordia de ti.

El Señor vuelva su mirada cariñosa y te dé la PAZ.

Etiquetas: #dinero#Dios

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