• Por Aníbal Saucedo Rodas

Desde hace tiempo que a un gran sector del periodismo no le interesa la verdad, si ella se interpone en el trayecto de los objetivos de quienes ejercitan la profesión, pero sin profesar su credo. Se mutilan, alteran y distorsionan los hechos de manera que puedan concordar con sus propósitos, que suelen ser comerciales y/o políticos, y hasta inquinas personales. Los ideales han sucumbido ante proyectos espurios que contrastan radicalmente con su misión original.

Y para ello se adulteran o, sencillamente, se anulan los contextos, para que los destinatarios de los mensajes tengan una interpretación consecuente con las agendas mediáticas, dificultando intencionalmente una lectura veraz y apropiada de los acontecimientos. Desde datos ciertos se construyen narrativas que disparan contra el deber de lealtad con el público, al que se le ha retirado la fidelidad para concederla a bastardos intereses. Y la cuestión da para largo porque no existe debate académico ni autocrítica de las organizaciones gremiales sobre las permanentes agresiones a los códigos de ética, incluso los dictados por el sentido común, que norman esta actividad cotidiana de informar a la ciudadanía.

Mas, no debe menospreciarse, como se sigue haciendo cada vez con mayor fuerza, la capacidad de razonamiento de la sociedad. Ya en 1967, el intelectual y político argentino Arturo Jauretche anunciaba que “la gente, ahora, sabe leer los diarios porque lee lo que se dice, pero percibe lo que se calla, que suele ser mucho más, y comprende que no hay independencia porque el diario está escrito por hombres que tienen pasiones e intereses y, entonces, averigua a qué capilla pertenece cada uno, con lo que sabe que la verdad que lee es una verdad de hombre, relativizada, condicionada, y no el mito de la verdad absoluta que daban antes los grandes diarios de la capital y que hacía poner boca abajo a los lectores, como los musulmanes ante la voz del Muecín”. En un lúcido resumen, sentencia: “No existe libertad de prensa, tan solo una máscara de la libertad de empresa”.

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Esto viene de años. No empezó con los chats del fallecido diputado Eulalio “Lalo” Gomes. Lo más cercano ocurrió en la Convención Nacional Constituyente de 1992, cuando se aprobó el artículo 29 “De la libertad de ejercicio del periodismo”: “El periodista columnista tiene derecho a publicar sus opiniones firmadas, sin censura, en el medio en el cual trabaja. La dirección podrá dejar a salvo su responsabilidad haciendo constar su disenso”. El diario Abc Color resaltaba en tapa y en letras negras: “La libertad de prensa está de luto”.

Este mismo diario, en 1999, desplegó la campaña más sucia que registra la historia del periodismo nacional, denigrando la memoria del asesinado vicepresidente de la República, Luis María Argaña, en su afán de exonerar a Lino César Oviedo (ya fallecido) del magnicidio. Pero, en esa época, tuvo enfrente a Última Hora (todavía bajo la dirección de Demetrio Rojas y antes de convertirse en el reflejo de su principal competidor) y Noticias el Diario, así como varios canales de televisión, defendiendo la democracia. Ante el inminente juicio político a Raúl Alberto Cubas Grau, a la sazón presidente de la República, se jugó sus últimas cartas: “El estronismo está en las puertas del Palacio de López”. Hacía alusión a Luis Ángel González Macchi, titular del Congreso y en la línea inmediata de sucesión. Años después, sin embargo, no tuvo ningún pudor en hacer proselitismo a favor de Mario Abdo Benítez, heredero nato y reivindicador rabioso de la sangrienta dictadura de Alfredo Stroessner.

¿Comieron sushi con Lalo algunos ministros del presidente Santiago Peña? Probablemente sí. Solo que, cuando eso, uno era director general de Itaipú durante el gobierno de Mario Abdo Benítez y el otro fiscal adjunto antidrogas. Quien mejor explica este proceso es el político y analista –quizás, el más claro y preciso– Camilo Soares: “Abc Color juega directamente a blanquearle a Mario Abdo Benítez”. En sus antípodas, su acérrimo adversario (de Soares), Mario Ferreiro, escribe en las redes sociales: “El comienzo del desglose del contenido completo del famoso celular de Lalo Gomes arrojó los primeros resultados, lo que en realidad ya todos suponíamos: el otrora hombre fuerte de Amambay, que ya tenía poder y preeminencia en el Norte antes de ser diputado, mantenía fluido contacto con el equipo de Marito, incluyendo al entonces presidente de la República”. Una vez que Arnoldo Wiens perdió las elecciones, prosigue: “No hizo sino rotar los ejes hasta alinear rápidamente al nuevo esquema la misma estructura que ya venía ‘trabajando’ con el gobierno anterior”. Ahora con el agregado de que había ingresado a la Cámara de Diputados.

Jay Epstein, que algo sabe de esta profesión en su calidad de periodista de investigación y profesor de Ciencias Políticas de varias universidades (Harvard, MIT y California, entre otras), plantea el dilema de ser fiel “al mensajero, que puede tener intereses subterráneos o recomponer el mensaje mediante su propia versión de la historia (la del periodista), añadiendo, suprimiendo o alterando parte del material”. Esta tensión se “aliviaría algo si los periodistas abandonaran la pretensión de considerarse ellos mismos como los delimitadores de la verdad” y se convirtieran en “evaluadores inteligentes de la información, identificando claramente las circunstancias e intereses que están detrás de la misma”. Lo que, en interpretación del catedrático de Periodismo de la Universidad Complutense de Madrid, José Luis Dader García, es como pedir peras al olmo, en la perspectiva de Epstein. Esas dos P –periodismo y política– tienen mucho en común, empezando por la oposición entre el deber ser y lo que realmente hacen. No somos ángeles. Buen provecho.

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