- Por Aníbal Saucedo Rodas
- El pensamiento crítico contra la barbarie
El pensamiento crítico es el que nos ayuda a tomar las decisiones correctas. Porque nos habilita para analizar a profundidad las informaciones, un bombardeo simultáneo y múltiple, con los rigurosos criterios de coherencia, lógica, claridad y precisión. Establece jerarquías y anula las contradicciones. Por tanto, va despejando las inconsistencias de las argumentaciones. Pero, debemos lamentarlo, su ejercicio no es habitual, principalmente entre aquellos que deberían asumirlo como un compromiso intelectual y ético en sus acciones y resoluciones cotidianas. Ni siquiera realizan una valoración desde la perspectiva del sentido común. Así que arremeten contra la razón con infatuada soberbia o audaz ignorancia o impúdicas conveniencias. El resultado es un caos donde la verdad se construye desde la subjetividad individual y las opiniones asumen estatus de formulaciones con rigor de ciencia.
El concepto dejó de ser una unidad del conocimiento para convertirse en la expresión de lo absurdo y la distorsión de los signos lingüísticos. A veces no tanto por mala fe, porque plantar confusiones deliberadas también requiere de talento, sino por una ensalada mental construida desde un analfabetismo funcional ignorado por su propio dueño. Y del que casi siempre se ufana creyéndose cerebral articulador de conspiraciones políticas y escenarios montados a medida –es lo que supone– de sus ambiciones. Y algunos medios de comunicación se han ofrecido como oficiosos conductores para trasladar a destino –o sea, hasta ese público siempre amorfo– a estos herejes de la destrucción semántica y el buen decir. Han profanado con la mediocridad y la estulticia el recinto sagrado de la palabra. En este enjambre de ruidos ininteligibles la mentira se filtra con facilidad, como si fuera una incontrovertible certeza.
Así como la pospolítica pretendió poner fin a las fronteras ideológicas para asumir el rostro de un proyecto de consenso global, que fue aprovechado por las nuevas derechas y los viejos autoritarismos, así también, repetimos, estamos ante una campaña que anhela desdibujar la línea entre lo falso y lo real y marcar dudas ficticias entre las incuestionables evidencias y las burbujas de la manipulación de los hechos. Con las aguas divididas son más fáciles las etiquetas maniqueístas. La corrupción, que contamina las instituciones (públicas y privadas), y su inseparable compañera la impunidad que dinamita las bases del Estado, son violentamente condenadas o inescrupulosamente ignoradas de acuerdo con la vereda donde están paradas las personas objetos de la sentencia o la absolución. De ahí la transcendencia del pensamiento crítico. Especialmente, para decodificar a los políticos “que hablan, pero no dicen” (Eduardo Galeano) y un periodismo que involucionó al garabato y al balbuceo ante un público que no puede descifrar sus galimatías.
Y, por último, se llega al extremo de lo que la filósofa alemana Hannah Arendt denomina “la banalización del mal”. Su desarrollo no es tan complicado nos explica la misma intelectual: “Mentir constantemente no tiene como objetivo hacer que la gente crea una mentira, sino garantizar que ya nadie crea en nada. Un pueblo que ya no puede distinguir entre la verdad y la mentira no puede distinguir entre el bien y el mal. Y un pueblo así, privado del poder de pensar y juzgar, está, sin saberlo ni quererlo, completamente sometido al imperio de la mentira. Con gente así, puedes hacer lo que quieras”. De tanto repetirse una noticia falsa nos lleva a considerarla como cierta. Es lo que se conoce como “el principio de la verdad ilusoria”. La mentira, diría la propia Arendt, como herramienta de poder (que no se restringe a lo político), la que, a su vez, añadimos nosotros, permite la presencia de los espejismos ideológicos, que seducen, pero que terminan sojuzgando a los pueblos.
La cultura es el único antídoto contra la barbarie y la corrupción. Tiene razón el español Rafael Narbona, últimamente uno de mis filósofos preferidos, cuando asegura que “sin una sociedad ilustrada el mañana será de los canallas”. La forma más efectiva de acabar con este fenómeno –asegura– es “volver a los clásicos”, releyendo obras de Miguel de Cervantes, William Shakespeare, León Tolstoi, Stendhal y Thomas Mann. Los puso como ejemplos, no como una lista cerrada y definitiva. Claro, cada uno podríamos armar nuestra propia selección de preferidos. Incluyendo a poetas sociales, como sería mi caso. Lo esencial es saber leer, para que no creamos todo lo que nos cuentan. Aprender a distinguir nuevamente entre la verdad y la mentira. Y que el mal no es de fiar. Ni para aquellos que se benefician ocasionalmente de él. Buen provecho.