• Por Aníbal Saucedo Rodas

Felipe González (no nuestro Felipe, el del camposanto), durante una visita oficial a Finlandia, le preguntó a la acompañante asignada, una funcionaria de la Cancillería, por qué eligió la carrera diplomática. La mujer, sin titubear, le respondió: “Porque no califiqué para docente”. La anécdota fue comentada por el propio expresidente del Gobierno de España y uno de los líderes más destacados del Partido Socialista Obrero Español (PSOE), antes de su giro ideológico hacia cualquier lado, en ocasión del “XX Encuentro del Círculo de Montevideo”, que tuvo lugar en Asunción los días 17 y 18 de julio de 2014, en el Salón de Convenciones de la Conmebol. La organización corrió por cuenta del Ministerio de Industria y Comercio (época de Gustavo Leite Gusinky), la Unión Industrial Paraguaya y la Cámara de Comercio Paraguayo-Uruguaya. La entidad estaba presidida por el expresidente uruguayo Julio María Sanguinetti.

Uno de los oradores fue el empresario mexicano Carlos Slim, en la línea de los hombres más ricos del mundo, quien provocó un inesperado terremoto en el auditorio y sus alrededores cuando insistió sobre lo que ya había declarado en 2012: reducir la carga horaria de los trabajadores a tres días y aumentar a 70 o 75 años el tope requerido para la jubilación, porque la expectativa de vida también se había extendido. No me contaron. Estuve ahí. Con el tiempo fue ajustando su propuesta de acuerdo con las características laborales y los ingresos reales de los asalariados de cada país. Pero el tema continúa dando vueltas por todos los sitios de noticias de los medios de comunicación, vía redes sociales. En cuanto al punto inicial, el comentario de Felipe (el español), queda demostrado que la distancia con Finlandia no se limita a los 11.990 kilómetros que nos separan. Son cuestiones estructurales mucho más profundas.

Después de varios años de declive, en 2024, los sindicatos –especialmente Ver.di– volvieron a cobrar fuerza y espacio en Alemania, desembocando en una ola de huelgas de los trabajadores reclamando mejoras salariales. Algunos expertos como Marcel Fratzscher, catedrático y director del Instituto Alemán de Investigaciones Económicas (DIW), alegan que el problema radica en que solo el 50 % de los puestos laborales están cubiertos por convenios colectivos que puedan “garantizar salarios mínimos en ciertos sectores”. Y añade: “La escasez de la mano de obra calificada no ha conducido automáticamente (para los que sí tienen esa característica) a mejores condiciones de trabajo”. Otros analistas consideran que “las huelgas son el resultado de la creciente crisis económica que afecta a la sociedad, con históricas tasas de inflación, con enormes pérdidas salariales en términos reales” (Thorsten Schulten, economista, sociólogo e investigador de la Fundación Hans Böckler). La realidad, definitivamente, tiene otros colores.

La dialéctica es un potro cerril. Aun en su acepción más sencilla de “argumentar y debatir con criterios de racionalidad”, domarla exige habilidades intelectuales diferentes a las que uno adquiere en una carrera profesional específica. Es un arte que demanda largas horas de entrenamiento. La improvisación tiene un resultado previsible: el jinete será desmontado en el primer corcoveo, en milésimas de segundos. Porque ni siquiera sabrá dónde apretar los talones, ni sujetarse de las crines con una mano, mientras levanta el otro brazo tratando de ganar equilibrio. A puro pelo, sin monturas, ni frenos ni riendas. El ministro de Industria y Comercio, Francisco Javier Giménez, experimentó su primer sacudón en este campo. Se enredó en sus propias palabras en un océano de contradicciones cuando planteó la posibilidad de eliminar el salario mínimo, “como en Finlandia, Suiza y Alemania”. Tanto es así que el Ministerio de Trabajo, Empleo y Seguridad Social tuvo que salir a recordarle que se trata de una garantía con rango constitucional. Su idea es que, flexibilizando el Código Laboral, el Paraguay va a inundarse de inversionistas.

Consecuentemente, los trabajadores ganarían mejor porque se crearían más puestos laborales. Un planteamiento que se desbarata por su propia inconsistencia interna, pues, en realidad, lo que está afirmando es que algunos empresarios consideran un obstáculo para venir al país el salario mínimo legal. Por tanto, hay que suprimirlo. Que, en el fondo, es la idea de muchos lugareños. Y para seguir la línea histórica en este asunto, declaró que podríamos convertirnos en “un país espectacular”, a tono con “somos un país divino” de Sotero Ledesma, eterno secretario general de la Confederación Paraguaya de Trabajadores (CPT) durante la dictadura, y el “país de maravillas” de Herminio Cáceres, por entonces presidente de la Junta de Gobierno de la Asociación Nacional Republicana (ANR). Ningún ministro puede socializar su pensamiento sobre temas sensibles sin previa consulta con el presidente de la República. El poder se establece por jerarquías. Fuera de esos límites solo queda la anarquía.

Los que gobiernan en representación del Partido Nacional Republicano tienen la obligación moral e intelectual de conocer que Ricardito Brugada fue fundador de varias asociaciones (sindicatos) de obreros a inicios del siglo XX; que el propio Brugada, junto a Ignacio A. Pane y Antolín Irala, fueron los primeros en plantear ante la Cámara de Diputados el proyecto de ley de las ocho horas laborales (1911); que en los sucesivos programas aprobados por la convención republicana (1930, 1938 y 1947) el salario mínimo y los contratos colectivos constituyeron sus mayores aspiraciones. ¿Estamos proponiendo un partido atascado en los recodos de la historia? Al contrario, coincidimos con Roberto L. Petit en que “su doctrina se enriquece con el correr del tiempo” y “evoluciona al ritmo de los acontecimientos y de las conquistas sociales contemporáneas”. Dice “conquistas sociales”. Y no otra cosa. La acción, necesariamente, debe ser coherente con los principios. Buen provecho.

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