• Por Aníbal Saucedo Rodas
  • Periodista, docente y político

La política está gravemente deteriorada por una vulgaridad que, por sus síntomas actuales, no avizora un final. Es como un pozo oscuro, constrictor y sin fondo. La excelencia, esa calidad superior que hace merecedora de aprecio y respeto a una persona, viene en caída libre. No se percibe una fuerza colectiva redentora que la detenga. Las escasas individualidades –sobran los dedos de una mano– se desangran en sectarismos que desvirtúan la honestidad intelectual. Por tanto, igualmente devaluadas. El lenguaje –verbal, gestual y corporal– está mortalmente herido por locuciones ordinarias, soeces, chabacanas y rústicas. Se construyen figuras –es un decir– con elevadas pretensiones de originalidad, pero que no logran despegarse de la grotesca ridiculez.

De nada sirven las acartonadas poses de una falsificada y presumida autosuficiencia cuando colisionan frontalmente con la incultura en el andar, en el hablar y en el vestir, como solía repetir aquel filósofo de reflexiones complicadas. El vestir tiene directa relación con la elegancia y el buen gusto, para lo cual no se precisan las millonarias sumas que se asignan a los políticos que se declaran de profesión. Algunos con títulos de perpetuidad. La estética no está en directa relación con el costo de las prendas. Algunos de estos personajes son sedosamente estrafalarios. Y esperpénticos. Mas no es ese el punto central.

El 30 de mayo de 1959, el dictador Alfredo Stroessner disuelve el último Congreso (unicameral) de la Nación con autonomía intelectual y moral. Fue a raíz de la “Nota de los 17″ donde exigían el cese de las represiones y el levantamiento del estado de sitio. El exilio fue el destino de los firmantes de aquella petición. A partir de ahí, el requisito imprescindible para ocupar un cargo –hasta electivo– era la “fidelidad absoluta”, entiéndase subordinación incondicional a quien empezaba a construir una despótica estructura: la inconmovible “unidad granítica”. Un atisbo de contestación al poder era el camino seguro al ostracismo, como mínimo.

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Quienes sobrevivieron o llegaron después, hasta mediados de los 80 del siglo pasado, tenían los rasgos de una robusta formación académica, aunque desteñida por la obsecuencia. La oposición también se esforzaba por presentar a sus mejores hombres y mujeres, hasta la abstención definitiva asumida por el Partido Liberal Radical Auténtico (PLRA), mientras dos o tres fracciones optaron por ser funcionales al régimen. La expresión más vulgarizada de la política llegó de las manos de los considerados “militantes” del estronismo, quienes alentados por el dictador empezaron a empujar al sector “tradicionalista” (de históricos apellidos dentro del Partido Nacional Republicano) mediante una campaña de desprestigio sostenida por un discurso de baja estofa, grosero y zafio. Hasta que fueron rajados a cañonazos el 2 y 3 de febrero de 1989.

Como un fenómeno cíclico, los primeros periodos parlamentarios de la transición democrática se caracterizaron por el elevado nivel cultural de los representantes de los diferentes partidos políticos. Pero la decepción no tardó en incubarse nuevamente en nuestra infortunada realidad. La mediocridad fue avanzando a ritmo geométrico, mientras el pensamiento retrocedía con igual velocidad. También en todos los partidos. Hasta llegar al actual estado de caótica ignorancia, donde el discurso no sienta banca. La avidez por el conocimiento era una vía improductiva para acumular bienes. Así era preferible para ese menester la avidez por el lucro. “Nuestro dios nacional –afirmaba Eligio Ayala allá por 1915– es la pasión por la utilidad política”.

El presidente más ordinario de la era democrática fue Nicanor Duarte Frutos. Empezó ya en tiempos de su campaña apuntando al Palacio de López, cuando denigraba a su propia esposa proclamando con una retorcida mentalidad de troglodita, que “el buen toro echa de a dos”. Durante su gobierno, la única vez que acaparó las cadenas noticiosas internacionales fue cuando preguntó al público si entre los presentes no había alguien que quisiera “apatukar” a una de sus ministras. En las internas partidarias de 2007 utilizó los términos más despectivos para humillar al adversario de su candidata (Blanca Ovelar), Luis Alberto Castiglioni, su antiguo compañero de fórmula. Con un tono de pretendida ironía (ese no es un arte para cualquiera), una de las calificaciones más suaves fue la de “gallo mimói”, de la que solo se reía él mismo, en una forzada y desequilibrada risa. De Cartes (Horacio) dijo, primero, que era “un barcino” y, luego, un “loro borracho que sufre de la abstinencia del poder”, en tiempos en que se desempeñaba como director de la Entidad Binacional Yacyretá. Ahora cambió radicalmente de opinión. Porque su vulgaridad no se limita al lenguaje, sino que se extiende a su genuflexa abyección para tratar de subirse, si no es al carro, aunque sea en las ancas del poder de turno. Sospecho que Mario Abdo Benítez ya dejó de ser el “mejor presidente de toda la transición democrática”. Otros son los destinatarios de sus elogios. Incapaz de sostener sus posiciones (ni hablemos de convicciones) y su propio movimiento político, ha degradado todo lo que encuentra a su paso, en sintonía con su agreste ordinariez que ni el dinero malhabido puede maquillar. Buen provecho.

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