• Por Aníbal Saucedo Rodas
  • Periodista, docente y político

¿Tenemos políticos descaradamente inescrupulosos que viven como príncipes? Absolutamente sí. ¿Tenemos una Iglesia “pobre para los pobres”, como lo anunciara Juan XXIII? Definitivamente no. Y eso que el mensaje fue renovado por el actual pontífice en su encíclica Evangelii Gaudium (La Alegría del Evangelio). No es casualidad que haya elegido el nombre de Francisco, el poverello y santo de Asís. Es por ello que durante su homilía en la capilla de la Casa de Santa Marta, hace nueve años, subrayó que la pobreza es la primera de las bienaventuranzas y que la verdadera riqueza de la Iglesia son los pobres y no el dinero o el poder mundano (La Stampa, 15 de diciembre de 2015).

Creo que vale la pena reproducir un extracto de aquel sermón: “Una Iglesia fiel al Señor debe tener tres características: humilde, pobre y con confianza en el Señor (…). Una Iglesia humilde que no se pavonee de los poderes, de las grandezas”; sin embargo, esa “humildad no significa una persona lánguida, floja, que tiene los ojos en blanco… No, ¡esta no es humildad, es teatro! Eso es hacer finta de humildad. La humildad tiene un primer paso: ‘Yo soy pecador’. Si tú no eres capaz de decirte a ti mismo que eres un pecador y que los demás son mejores que tú, no eres humilde. El primer paso de la Iglesia humilde es sentirse pecadora, el primer paso de todos nosotros es el mismo. Si alguno de nosotros tiene la costumbre de ver los defectos de los demás y chismear sobre ellos, no es humilde, se cree juez de los demás”. Me hubiera gustado concluir aquí este artículo, pero las exigencias del espacio me obligan a continuar.

Es de refutación imposible que convivimos –compartimos una misma sociedad– con personas que utilizaron la política para volverse inmensamente millonarias sin que se les reconozcan méritos intelectuales ni virtudes morales, pero que se aprovecharon de un Estado débil y amigable con la corrupción, lo que les permite a estos esquilmadores de las arcas públicas presumir en la impunidad de sus fortunas bastardas, y hasta codearse nuevamente con las autoridades de turno. Pero tampoco es menos cierto que la Iglesia católica ha fracasado en su plan de evangelización y conversión o cristianización. Desde el púlpito sus pastores lanzan anatemas una vez al año en contra de la clase política, la mayoría justificadamente. Sin embargo, se olvidan de exhortar a que retornen por el camino correcto a los católicos que se desviaron de las enseñanzas de Jesús. Nadie va detrás de la oveja perdida. Antes bien, ahuyentan a las demás. ¿Acaso el mesías o Cristo (el Ungido en hebrero y en griego) no fue explícitamente claro en su mensaje? “No he venido a llamar a justos, sino a pecadores al arrepentimiento” (Lucas 5:32. Versión Reina Valera). Jesús dio el primer paso cuando entró a la casa de Zaqueo. “Porque el Hijo del Hombre vino a buscar y a salvar lo que se había perdido”.

La sabiduría de la Biblia se anticipaba a los tiempos por venir. Todas iglesias se empecinan en ganar prosélitos (adeptos) y no a rescatar almas. Por eso la fe es efímera, pasajera, porque es solo emocional, como la semilla que cayó junto al camino, o en los pedregales o entre espinos. Solo una pequeña parte dio frutos porque la tierra era buena. Si todos fuéramos como esa tierra fértil, abonada por la convicción de La Palabra, no tendríamos una sociedad enferma de codicia, cinismo, hipocresía y maldad. Y añade Primera de Corintios 5:11: “Quienes presumen de cristianos y son libertinos, avaros, idólatras, calumniadores, estafadores…”.

En la Revista de Educación Religiosa, Volumen 1, n.° 1 (4 de mayo de 2018), el presbítero José Jiménez Rodríguez, doctor en Teología Pastoral por la Pontificia Universidad Salesiana de Roma y sacerdote en la Arquidiócesis de Bogotá, escribe: “Para muchos, la riqueza de la Iglesia es obstáculo para su credibilidad. Para muchos teólogos, pero también para el sentir común, tanto de creyentes o no, la credibilidad de la Iglesia se juega en torno a dos cuestiones fundamentales: primero, en su propio testimonio de pobreza y, segundo, en su modo de vivir y hacer práctica la opción por los pobres”. No soy afecto de generalizar los elogios ni las críticas. Conozco sacerdotes que llevan una vida cristiana a los límites de la santidad. Pero, lamentablemente, ninguno, que yo sepa, tiene el poder para replicar el milagro de Pedro con el lisiado que pedía limosnas en la puerta del templo: “No tengo plata ni oro, pero lo que tengo te doy. En el nombre de Jesucristo, ¡levántate y anda! (…). De un salto se puso de pie y empezó a caminar” (Hechos 3: 6,8). Para meditar con la humildad de los auténticos creyentes. Buen provecho.

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