• Por Aníbal Saucedo Rodas
  • Periodista, docente y político

La política se ha extraviado en laberintos de ecos desafinados. Las estridencias vacuas simulan ser palabras. Y los sonidos cargados de incomprensibilidades se vuelven frases, obviamente, sin coherencia lógica. El discurso se vació de ideas y, en cambio, se saturó de panegíricos, consignas y propaganda o escupe imprecaciones e infamias. En medio de esas borrascas de claroscuros, la zona gris amenaza con apagar cualquier rescoldo que pueda insinuar una señal de luz sobre el presente y alumbrar el futuro posible. Un atisbo de diferencia dejará expuesto a quienes se acostumbraron a vagar por las orillas de la insipiencia, lejos del rigor del conocimiento verdadero.

Nadie, o muy pocos –escasos diría–, se animan a adentrarse en las profundidades de una dialéctica que argumenta, rebate y persuade. Leer aquello que nos ayude a comprender e interpretar la realidad y, luego, formular nuestras propias reflexiones críticas no se agota en la suave brisa de un fin de semana, sino que es un ejercicio constante, sistemático, sacrificado, que escamotea horas al sueño, a las distracciones fútiles y los espacios tan intrascendentes como saboteadores de nuestras potencialidades creativas.

Este fenómeno de relegar la formación intelectual –que no es lo mismo que acumular títulos de cualquier universidad– tiene sus razones: el tener es más placentero que el saber. Para tener, en política, basta con renunciar a los escrúpulos; el ser, sin embargo, conlleva el compromiso con la integridad, los valores y los principios fundamentales que rigen la conducta en el (despreciado) marco de la ética. Y la ética es una pesada armadura para alcanzar los innombrables objetivos.

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Lo que importa es tocar la línea, no importa cómo. Así, por ejemplo, los violentos discursos de ayer se transforman en empalagosas alabanzas de hoy. De manera que, para una inmensa mayoría, la parte más blanda del cuerpo es el espinazo. Los fines justifican las radicales variaciones en la opinión. Carente de toda ciencia que la sostenga y dignidad que le avergüence. Augusto Roa Bastos, un notable escudriñador de la condición humana, escribió alguna vez: “La adulonería no es sino una forma de desesperación de los seres inferiores”. Parafraseando a aquel que miró, emocionado, un retrato: solo hay que ponerle nombre. O nombres.

La mediocridad y la inmoralidad invaden no solamente el territorio de la política, sino, también, el del periodismo, el derecho y la cátedra. Irónicamente, una diversidad que muchas veces cabía en una sola persona, sobre todo, en aquella irrepetible Generación del 900. Luego, continuó con algunas individualidades a lo largo de las siguientes décadas en que se impartían cátedras no solamente dentro de las aulas, sino, y preferentemente, en las cámaras del Congreso de la Nación, los diarios de la época y los altos tribunales de la República. Aquellas bruñidas voces de la memoria ni siquiera reverberan en las ásperas y deslustradas superficies de nuestra triunfante medianidad. Algunos, ni eso. Se zambullen contentos en la corriente anodina y alienante, inconscientes de su propia ignorancia.

Y no faltan, naturalmente, los que a cualquier precio pretenden imponer su falsa imagen de intelectual. Los que, como dijimos al principio, no poseen las cualidades para forjar sus propias reflexiones críticas. Entonces, no encuentran mejor camino para sus almibaradas poses de traficante de humos que la declamación de textos ajenos como si fueran suyos. Son los portadores del pensamiento sucursalero –expresión que el filósofo latinoamericano (argentino) Enrique Dussel (1934-2023) atribuye a su colega uruguayo, Carlos Pereda–, y que se describe gráficamente como “estar en un lugar y no pensar la realidad y repetir discursos extraños, que ya en esa época (cuatro décadas atrás) llamábamos eurocéntricos (…) Por poner una sucursal se cree algo, pero no hizo más que poner una sucursal, y terminan convirtiendo a un país en sucursal”. Enfermedad que, incluso, afecta a algunos filósofos, concluía. Son los que se limitan a la simple divulgación y no a construir conocimiento.

Un amplio sector de la juventud se dejó absorber por estos malos hábitos. Escogieron la política para trepar y no la educación como una escalera para el ascenso social e intelectual. Algunos, con títulos universitarios formales, se volvieron precoces arribistas y aprendices de corruptos.

Están para servirse y no para servir. ¿Fuimos condenados por el fatalismo y el infortunio? No lo creo. Sería renunciar a mis propias convicciones, a la esperanza y a lo por-venir. A veces, un tizón es suficiente para encender una gigantesca hoguera revolucionaria de honestidad, democracia sustantiva y justicia social. Aunque, quizás, no me alcancen los años para ver ese tiempo, otras generaciones habrán de reencontrarse con el mérito, el carácter y la virtud (Juan León Mallorquín). Hay que mantener la fe. Buen provecho.

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