• Por Aníbal Saucedo Rodas
  • Periodista, docente y político

Los hiperbolianos insisten tozudamente en instalar la idea de que vivimos tiempos similares a la dictadura de Alfredo Stroessner. Lo hacen políticos de visión amputada por el fanatismo, la ignorancia o la mala fe en alianza con sus consortes mediáticos. Los sobrevivientes de la barbarie de aquella época son conscientes de que no existe una línea de aproximación siquiera. Los que nacieron a mediados de la década de los 80 no se interesaron en conocer ese periodo trágico de nuestra historia o, peor, lo aprendieron desde una perspectiva sesgada a partir de la reproducción oral de dichos acontecimientos, porque, lamentablemente, no forman parte de la malla curricular del sistema educativo nacional. Aunque debiera ser una asignatura obligatoria, detallando crudamente las violentas represiones –exilios, torturas, desapariciones y muertes– contra quienes mostraron resistencia a la brutalidad del régimen. Fue un gobierno deshumanizado que no tuvo piedad con nadie. Menos con aquellos que tenían un pensamiento autónomo.

El Departamento de Investigaciones de la entonces Policía de la Capital y la Dirección Nacional de Asuntos Técnicos (“La Técnica”), dependiente del Ministerio del Interior, competían en saña y bestialidad a la hora de martirizar a sus víctimas para “hacerlas declarar” aunque sean inocentes. La simple sospecha de conspiración era credencial suficiente para someterlas a los más indescriptibles vejámenes. Descabelladas denuncias, en la mayoría de los casos surgidas de intrigas ocasionadas por celos políticos, hasta enemistades personales. Muchos detenidos entraron vivos y salieron muertos. O nunca más salieron, porque aún siguen desaparecidos. No era menos tétrica la Comisaría Tercera. Lo único seguro era la inseguridad que vivíamos. Uno podía ser apresado sin razón aparente ni procedimientos judiciales. La inapelable “orden superior” estaba por encima de la Constitución Nacional. Incluso, algunos antiguos aliados pasaron a convertirse en nuevos enemigos por confabulaciones palaciegas. Otros, con los estertores del régimen, se declararon abiertamente en contra de la continuidad del dictador, ubicándose en la línea de los “traidores”.

Alcibiades González Delvalle (Abc Color) y Antonio Pecci (Sendero, Criterio, Diálogo, Frente, entre otros) son dos sobrevivientes de las mazmorras del estronismo. El primero se volvió un habitué forzoso del Departamento de Investigaciones; el segundo, también protagonista del teatro de vanguardia, pasó unas “largas vacaciones” en Emboscada, donde, en compañía de Emilio Barreto, armó un elenco con los presos y realizó la representación de ocho obras. Ninguno se doblegó ante la dictadura. Ni arriaron su dignidad y coraje. Con Alcibiades y Antonio participé a inicios de semana de la presentación de una nueva edición del libro “Memorias de José Asunción Flores”, editado precisamente por ambos compañeros, con el agregado de un imprescindible contexto para su mejor interpretación. Fue en la Facultad de Filosofía de la Universidad Nacional de Asunción, actividad organizada por la coordinación de las carreras de Ciencias de la Comunicación y de Letras. El creador de la guarania vivió y murió en el exilio. Pero, como dije en la ocasión, no fue el único. En el campo de la música sufrieron idéntico destino Carlos Lara Bareiro y Teodoro S. Mongelós; en la narrativa, Gabriel Casaccia Bibolini y Augusto Roa Bastos; en la poesía, Elvio Romero, y en la política y la academia, el republicano Osvaldo Chaves, fundador y primer director de la Escuela Superior de Humanidades, que sentó las bases para la actual Facultad de Filosofía. Como la lista sería interminable, me limité a citar esos ejemplos.

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Para los nostálgicos de la bestialidad y la incultura y los que pretenden convencernos de que hemos retornado a los oscuros días de la dictadura vale como muestra para derrumbar el argumento de los mistificadores de la realidad el mismo acto del que estamos hablando. Un homenaje a José Asunción Flores era impensado en aquella época en que algunos eran felices y la mayoría no lo sabíamos. Por su orientación ideológica (fue recibido con honores en Moscú y China popular) no solo le impidieron el ingreso a su propio país, sino que hasta quisieron desconocer su paternidad como creador de este genero musical que está a punto de elevarse a la categoría de Patrimonio Inmaterial de la Humanidad por la Organización de las Naciones Unidades para la Educación, la Ciencia y la Cultura (Unesco). Existirían, por entonces, tres escenarios posibles: 1) que el encuentro sea “totalmente prohibido” por orden superior, con suficientes policías y civiles mimetizados en los alrededores para que la arbitraria disposición se cumpla; 2) que el acto se realice por breves minutos hasta que irrumpan las fuerzas represivas para “disolver” a garrotazos a los asistentes y apresar a los “cabecillas”, y 3) el más kafkiano de los arrebatos de omnipotencia del “único líder”: el acto está permitido, pero nadie puede entrar.

La democracia no es un proyecto acabado. Es un proceso en constante perfeccionamiento. De construcción continua. La posibilidad de juzgar dentro de este modelo de gobierno los desaciertos y las virtudes de sus administradores temporales y de la clase política en general es la dialéctica insustituible para avanzar hacia un estadio idealizado de convivencia. Un estadio que irá ampliando su horizonte en la medida en que la sociedad ensanche el reclamo de sus derechos fundamentales. Flores habría sido un insobornable crítico a la situación que vivimos. Pero lo haría dentro de su propio país y sin riesgos de brutales represalias. Es todo lo que tenía que decir. Buen provecho.

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