Al salir Jesús de Jericó, acompañado de sus discípulos y de una gran multitud, el hijo de Timeo (Bartimeo), un limosnero ciego, estaba sentado a la orilla del camino. Cuando supo que era Jesús de Nazaret, se puso a gritar: “Jesús, ¡Hijo de David, ten compasión de mí!” Varias personas trataron de hacerlo callar. Pero él gritaba mucho más: “¡Hijo de David, ten compasión de mí!” Mc 10, 46-48

En años anteriores cuando la liturgia nos ha presentado este evangelio hicimos una reflexión sobre el sentido del milagro que Jesús hizo con el ciego que estaba al borde del camino. Este año aprovecho la oportunidad para continuar meditando sobre la oración que meditamos la semana pasada, agregando la iluminación del hodierno evangelio.

Él nos habla de un hombre con un problema muy concreto: era un ciego y a causa de esto estaba al borde del camino, marginado por su sociedad.

Aunque fuera un ciego, no estaba resignado con su problema. Era un hombre sin luz, pero él la estaba buscando. Esto nosotros entendemos porque el texto dice: “Cuando supo que era Jesús de Nazaret se puso a gritar.” Este gesto: “empezar a gritar” revela cuanto él deseaba ser sanado. Su acción pronta revela que él ya sabía quién era Jesús, que ya había escuchado hablar de él, y lo más importante: ya le tenía fe. Las palabras de su grito son una verdadera profesión de fe: “Jesús, ¡Hijo de David, ten compasión de mí!”

Es interesante recordar que muchos ya habían visto muchos milagros hechos por Jesús y escuchado sus palabras, pero que aún no creían que él era el Mesías, el Hijo de David, el rey prometido de Israel, como aquel ciego ya lo creía. Infelizmente, muchos de los que tenían los ojos buenos tenían el corazón endurecido.

Sin embargo, aquel ciego, aunque nunca había visto nada, solamente por haber escuchado hablar de Jesús, por haber oído los testimonios, ya había llegado a la clareza de fe. Él ya sabía que... ¡Jesús era el Hijo de David, era el Mesías prometido!

Fue con estas palabras que ha empezado su oración: ¡Jesús, Hijo de David!” Lo primero que hizo fue manifestar su fe. No ha empezado gritando: “¡Soy un ciego, ten compasión de mí!”; “soy un deficiente, un sufriente, ten piedad!” Lo más importante que tenía para decir era que él creía que Jesús era el salvador. Y si él creía en esto, era una consecuencia natural creer que Jesús tenía entrañas de misericordia. Él sabía que Dios es movido por la compasión. Él sabía que Jesús, el Mesías prometido, no sería capaz de hacer de cuenta que no le había escuchado, o que no le había visto en su dolor. Sabía que Jesús, el Hijo de David, no podría pasar por el camino y dejarlo allí como si nada. Él sabía que, si Dios escuchase su grito, no se haría del desentendido. Es por eso que se puso a gritar. El texto no dice que gritó solo una vez, pero nos da la idea de que gritó muchas veces.

A él también le llegó la tentación de suspender su oración. Muy concretamente, el texto nos habla que: “Varias personas trataron de hacerlo callar.” De hecho, siempre aparecen personas que nos quieren hacer desanimar. Lo interesante, es que eran personas que estaban allí, esto es, que caminaban atrás de Jesús, pero que igual querían persuadir el ciego a quedarse callado, a acomodarse y resignarse con su situación de ciego y marginado. Sin embargo, él no se dejó intimidar, nos habla el texto: “Pero él gritaba mucho más”. Él sabía que aquella era la oportunidad de cambiar su vida, de salir del borde del camino. Él no podía callarse, solo porque algunos le habían dicho. Algunos que tal vez ni entendían lo que estaba diciendo, o lo peor no aceptaban su profesión de fe.

Y Jesús lo escuchó, se detuvo y le preguntó: “¿Qué quieres que te haga?” Esta pregunta de Jesús es casi la misma de la semana pasada, cuando dijo a Santiago y Juan: “¿Qué quieren de mí?” Aquellos le pedían un disparate: “Concédenos que nos sentemos uno a tu derecha y el otro a tu izquierda cuando estés en tu gloria.” Y Jesús les dijo: “No saben lo que piden.” Ya en el caso de Bartimeo, delante de su suplica (“Maestro, que yo vea.”) Jesús lo concede (“Puedes irte; tu fe te ha salvado.”)

Su pedido no era una superficialidad, no era fruto de su egoísmo, sino que era la súplica de un hombre que quería ver, que quería ser tocado por la luz, que quería cambiar de vida, que quería entrar en el camino. De hecho, el texto termina diciendo: “Y al instante vio, y se puso a caminar con Jesús.”

Creo que Bartimeo es para todos nosotros un lindo ejemplo de oración: en primer lugar, como manifestación de la fe, de lo que creemos en nuestro corazón, de la certeza de que Dios es impregnado por su misericordia; en segundo lugar, por su perseverancia y su insistencia; y en tercer lugar por su suplica tan concreta y sencilla, que pide a Dios para tener luz, esto es, nada más que la gracia de la conversión, la gracia de poder estar en su camino.

El Señor te bendiga y te guarde,

El Señor te haga brillar su rostro y tenga misericordia de ti.

El Señor vuelva su mirada cariñosa y te dé la PAZ.

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