• Por Aníbal Saucedo Rodas
  • Periodista, docente y político

Santiago Peña no debe reproducir los errores de algunos de sus predecesores en la Presidencia de la República. De la euforia electoral, casi por inercia, se salta al olvido. De la urgencia por gobernar la cotidianeidad se pierde la perspectiva de lo igualmente esencial. Imprescindible. Administrar con honestidad el presente tiene su inexcusable contracara: castigar la corrupción del pasado. Un camino contrario significaría perpetuar la impunidad, ese cáncer que debilita los cimientos de la República y deteriora la credibilidad ciudadana en el Estado. Degenera en una decepción hacia la democracia y socava cualquier autoridad. De ahí el imperativo categórico o mandamiento ético de descuajar las arraigadas prácticas de disponer del Tesoro Público como si fuera patrimonio privado. Porque muchos anhelan normalizar la deshonestidad como un fenómeno natural en el ejercicio del poder. Algo así como institucionalizar la inmoralidad en un manipulado intento por narcotizar la conciencia ciudadana. Ya lo fundamentaremos más adelante.

Durante la campaña para las elecciones internas de la Asociación Nacional Republicana, el actual mandatario había centrado su discurso en la gestión corrupta de Mario Abdo Benítez –improvisada y mediocre, agregamos nosotros– como un mensaje inequívoco de que el candidato oficialista, en caso de ganar, seguiría el mismo esquema que su padrino político. Esa es una de las razones que explican la derrota de Arnoldo Wiens. Aparte de que el mismo Wiens cargaba con sus propias cruces sobre sus hombros, especialmente la “Pasarela de Ñandutí”, que el imaginario popular internalizó como la “Pasarela de Oro”. Por el lado de Abdo Benítez, las huellas no rastreables de los 1.600 millones de dólares que le concedió, en grado en cheque en blanco, el Congreso de la Nación para armarse de eficacia en la batalla contra el covid-19 ya habían adquirido el hedor de la malversación a costa de la vida de miles de ciudadanos. Otro de los principales responsables de estas desprolijidades es el entonces ministro de Hacienda, Benigno López, hermano de madre del expresidente.

También, con el pretexto de la pandemia, convirtieron a la Entidad Binacional Yacyretá, en el tiempo que duró la gestión de Nicanor Duarte Frutos, en una próspera estrategia de apropiación mediante la compra de víveres que supuestamente debían llegar a los grupos sociales más vulnerables, privilegiando a cuatro empresas en condiciones de exclusividad y con un aberrante esquema de distribución que fue una puerta abierta para el latrocinio. A eso hay que sumar la evidenciada corrupción en la instalación de fibras ópticas, en connivencia con los anteriores administradores de la Compañía Paraguaya de Comunicaciones SA (Copaco), comprobada a través de una auditoría externa que sigue cajoneada en los misteriosos recovecos de la impunidad.

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Marcuse (Herbert), en su definición de la cultura, excluye del complejo de realizaciones la destrucción y el crimen, y elimina de las tradiciones la crueldad y el fanatismo. Sin embargo, en las últimas décadas se insiste en establecer la corrupción (delito grave) como una forma de cultura. El economista paraguayo y político Fernando Vera fue uno de los primeros en hacerlo en nuestro medio y por dos motivos: porque dejó de ser episódica para volverse sistemática (la corrupción) y porque tenía un impacto transversal en todas las capas sociales. A esa conclusión también arribaron varias instituciones académicas, entre ellas la Universidad de Buenos Aires y la Universidad Centroamericana José Simeón Cañas, acordando que ya no se trata de un delito o vicio aislado, sino cultural, al punto de “imponerse como un medio de vida socialmente aceptado”, porque “el acto corrupto no escandaliza ni indigna. La corrupción es un modo de vida porque los aplicadores de la legislación la observan con indiferencia y porque la ética es irrelevante”. La implacable lógica revienta cualquier negativa de aceptar esa realidad.

El pedagogo brasileño Pablo Freire desarrolló lo que él llamaba el pensamiento profético en sus dos dimensiones: la denuncia (de las transgresiones de los valores humanos) y el anuncio (de rectificación de las políticas denunciadas). Hagamos un ejercicio por la vía de la comparación. No hace mucho, después de la reaparición pública de Mario Abdo Benítez, con un fuerte contenido acusatorio de hostigamiento y de un poder bicéfalo, Santiago Peña le sugirió que “aprenda a callarse después de ser probablemente el gobierno más corrupto en la historia del Paraguay”.

Ya está la denuncia –en puridad, es una reiteración– de su aprovechamiento personal de los bienes del Estado. Ahora hay que anunciar que las pruebas serán presentadas ante la Fiscalía General del Estado, producto de una exigente investigación que los diferentes ministros habrán ordenado en sus respectivas instituciones. La denuncia, sin ese anuncio, será improductiva e incompleta. Apenas servirá para la distracción política. Días después declaró que las “personas que usan la política como escudo dañan a la democracia”.

Se refería a supuestos jefes del crimen organizado que se parapetaban detrás de cargos parlamentarios. Es correcta su apreciación. Pero igual daño provocan quienes mañana alegarán persecución política porque no fueron acusados formalmente en su momento (Abdo Benítez y sus cómplices) y los que se acercaron al poder de turno (Duarte Frutos) buscando impunidad a sus escandalosos robos de ayer. Si esta situación no cambia radicalmente, don Fernando habrá tenido razón. Y ningún discurso moral tendría sentido ni valor. Es todo lo que tenía que decir. Y es de mi exclusiva responsabilidad. Buen provecho.

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