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Desde el fin de la que llamamos Guerra Fría siento que una vez más estamos como en una cornisa frente al abismo y que a nuestras espaldas un nutrido grupo de poderosos y poderosas se preparan para empujarnos.
“Como en una cornisa frente al abismo. La ofensiva israelí en el Líbano reproduce esa imagen, retroceder o caer”, dijo en estos días el colega periodista Marcelo Cantelmi en el diario Clarín de Buenos Aires. Hace foco en el Oriente Cercano. Gaza, Cisjordania e Israel están incluidos en el campo que constituyó para el análisis. Añade en un segundo círculo a Irán, a Estados Unidos e incluso a Europa. La Unión Europea (UE) también transita sus tragedias. Desde febrero de 2022 cuando Rusia invadió Ucrania.
Volver al horror. Poco más de medio siglo atrás Lawrence Olivier puso su voz a los veintiséis capítulos de “El mundo en guerra”, una magnífica serie documental británica que puso ante nuestros ojos en la tele la tragedia de la Segunda Guerra Mundial. La cornisa, el abismo, retroceder o caer. Situaciones geopolíticas distintas, muy diferentes, pero también veo frente a ese dilema a la aldea global cuando mis sentidos se activan sobre el Palacio de Cristal, en Nueva York, sede de la Organización de las Naciones Unidas (ONU).
Desde el fin de la que llamamos Guerra Fría siento que una vez más estamos “como en una cornisa frente al abismo” y que a nuestras espaldas un nutrido grupo de poderosos y poderosas se preparan para empujarnos. Hablan de libertad y libertades. Eufemistas y letales. Conjugan en todos sus tiempos el verbo disentir en procura de parecer moderados. Aseguran creer “en la defensa de la vida de todos; en la defensa de la propiedad de todos; en la libertad de expresión para todos; en la libertad de culto para todos; en la libertad de comercio para todos” y, desde esa plataforma dialéctica, exigen a la ONU “retomar los principios que le dieron vida y volver a adaptar el rol para el que fue concebida”.
Palabras a la marchanta. Discursos sobre la nada para decir que las otredades van en el sentido opuesto de la historia… como ellos y ellas la imaginan. Algunos años atrás, tal vez en 2009, supe a través de la lectura que dos intelectuales de fuste y amigos mantuvieron nutritivas tertulias para intercambiar pareceres sobre generalidades y sin hacer foco sobre persona alguna en particular.
CUALIDAD SOCIAL
Aquellas líneas me atraparon y –como quienes fueron sus protagonistas– también las asumo y repito como impersonales, aunque pueden aplicar a millones en la imaginación de quien padezca de patologías conspiranoicas. “La imbecilidad es una cualidad social y, en lo que a mí respecta, también puedes llamarla de otro modo, dado que para algunos ‘estúpido’ e ‘imbécil’ son términos que se refieren a la misma cosa”, disparó aquel hombre serenamente.
Su interlocutor lo miraba con atención y en silencio. “El imbécil es aquel que siempre, llegado el momento, se le ocurrirá decir exactamente lo que no debería decir”, agregó aquel con inconfundible aire académico. Sus bigotes negros contrastaban contra su blanca barba. Detrás de aquellos anteojos livianos que siempre usaba montados la nariz o por encima de ella, sobre la frente, para descansar un poco sus ojos, no quitaba la mirada de quien lo escuchaba.
Parecía que quería registrar cada uno de los gestos de sus interlocutores para regular su mensaje. Para ir por más o por un poco menos. En cuatro oportunidades dialogué con él. En algunas ocasiones –cada vez menos– hacer periodismo permite conversar con hombres y mujeres brillantes. Aquellos y aquellas cuyas palabras se guardan para siempre en la memoria.
Pero regresemos a aquel diálogo que no presencié. “Yo creo que al estúpido no le basta con equivocarse. Afirma claro y fuerte su error, lo proclama a los cuatro vientos, quiere que todos lo escuchen. Es sorprendente ver lo estridente que es la estupidez. ‘Ahora sabemos por fuentes fidedignas que…’”. “Y le sigue una garrafal sarta de estupideces”, replicó quien lo escuchaba. Tal vez por un momento hayan intercambiado silencios. Calvos ambos se encontraban rodeados de estantes cargados con libros. Nunca hubiera imaginado aquella escena de sus vidas cotidianas con ninguna otra escenografía. ¡Qué bueno haber sabido de aquellas tertulias cuando la presente centuria comenzaba!
TERTULIAS
Recuerdo que fue cuando casi finalizaba la primera década cuando supe que Umberto Eco (1932-2016) y Jean-Claude Carrière (1931-2021) –escritor, filósofo, semiólogo y profesor universitario italiano, el primero; actor y guionista francés, el segundo– se reunieron con frecuencia para charlar. Tertulianos vocacionales.
Comprometido y con actitud didáctica, Eco continuó para diferenciar claramente estupidez de imbecilidad. “El estúpido es diferente (porque) su déficit no es social, sino lógico. A primera vista, tal parece que razona de una manera correcta; y resulta muy difícil darse cuenta, (pero) de inmediato (se advierte) que esto no es así (y), por eso es peligroso”.
En ese contexto, alcanzaron un primer acuerdo que propuso el francés. “Deberíamos ocuparnos específicamente del estúpido”. Eco asintió pensativo. “Tienes toda la razón (porque) si empiezas a afirmar con insistencia una verdad común, trivial, de inmediato se transforma en una estupidez…”. Carrière respondió de la mano de Flaubert (Gustav, 1821-1880, el autor de Madame Bovary, quien dice que “la estupidez consiste en querer sacar conclusiones”, en tanto que “el imbécil quiere llegar, por sí solo, a soluciones perentorias y definitivas (porque) le gustaría ponerle fin de una vez y para siempre a los argumentos”.
Eco no esperó más: “Me parece que la estupidez es un poco diferente a la estulticia. Se puede ser un estúpido sin llegar a ser por completo una ‘bestia’ (o) ser, por casualidad, un estúpido”. Aquellos encuentros –”esta pesquisa sobre la estupidez”, diría el francés– se sostuvieron por “algunos años”. A veces en el departamento de Jean-Claude, en París y otras, en la casa de campo de Umberto en Monte Cerignone, provincia italiana de Pesaro y Urbino, en la serrana región de las Marcas, escasamente habitada. Huelga decir que hubiese querido estar allí, por cierto. Solo para escuchar y, tal vez, tomar notas.
Vuelvo a las y los ideólogos de la nada misma. Alguien debiera proponerles leer y releer, por lo menos, el preámbulo de la Carta de las Naciones. “Nosotros, los pueblos de las Naciones Unidas, resueltos a preservar a las generaciones venideras del flagelo de la guerra que dos veces durante nuestra vida ha infligido a la humanidad sufrimientos indecibles”. ¡Esa fue, es y será la idea que se firmó en San Francisco el 26 de junio de 1945! El jueves último en la mañana, desde Cataluña, recordó aquel texto, que debiera ser sagrado para quienes se expresan en nombre de la libertad y la paz, don Federico Mayor Zaragoza al momento de iniciar –desde Montevideo, Uruguay, y para el mundo– las actividades de la flamante Cátedra UCLAEH-UNESCO que coordina el magíster Luis Carrizo y se propone profundizar en el estudio de las “transformaciones sociales y la condición humana desde la perspectiva del pensamiento complejo del pensador Edgar Morin de cara al siglo XXI” que se presenta complejo y amenazante.
CIENCIA CON CONCIENCIA
“Ciencia con conciencia para alcanzar una conciencia con ciencia”, un puñado de minutos después propone desde París Nelson Vallejo-Gómez, filósofo colombo-francés a través de Youtube en el transcurso de esa inauguración. A su tiempo, Ana Sánchez Torres, miembro del Instituto Universitario de Estudios de la Mujer de la Universitat de Valencia, enfatiza que “la lógica dicotómica del pensamiento occidental es reduccionista” y propone “priorizar las relaciones dialógicas”.
La Asamblea General de la Organización de las Naciones Unidas (AGUN) sesionó una vez más en la semana que pasó. Así suele suceder todos los setiembres en cada año. Jefes de Estado, de Gobierno, cancilleres, se hicieron oír en el hemiciclo del Palacio de Cristal en Nueva York hasta el martes último. El secretario general de ese organismo multilateral, Antonio Guterres, sostuvo ante líderes y lideresas globales que “los tres males mayores” que afectan al mundo son “la impunidad, que se repite en todos los grandes conflictos actuales –en Gaza, Líbano, Ucrania o Sudán–, la desigualdad que se agrava cada vez más entre los países y dentro de cada país, y la incertidumbre que generan la crisis climática y (el avance de) una inteligencia artificial descontrolada”.
Las palabras con las que expresó su ponencia –y hasta la gestáltica del alto funcionario– comunicaron preocupación, agobio, decepción, pero también deseo de seguir adelante. A la hora de producir sentido, Guterres se preguntó y preguntó cómo es que sucede que en clara violación de la Carta de la ONU y del derecho humanitario se puede “invadir otro país, devastar sociedades enteras o ignorar olímpicamente el bienestar de su propia población”.
Su diagnóstico fue duro porque dio cuenta de sucesivas acciones de crueldad extrema con las que “cada vez más países llenan espacios de la división geopolítica y hacen lo que quieren sin rendición de cuentas”. Marcó diferencias con los tiempos de la Guerra Fría porque en su análisis, por aquellos años había límites y, por el contrario, “uno siente que no existen hoy (líneas rojas ni guardarraíles), ni tenemos un mundo unipolar”.
Cada una de sus palabras resonaban con fuerza. Los datos s o n abrumadores. Reveló que el 43 % de la riqueza mundial está en manos del 1 % de la población global que supera los 8 billones de personas. “Entre los 75 países más pobres del mundo, dos tercios están peor que cinco años atrás”, pero, en ese mismo tiempo, “los cinco hombres más ricos han duplicado sus fortunas”.
REVERSIBILIDAD
En ese contexto enfatizó que “el estado de nuestro mundo es insostenible” y aseguró que “no podemos seguir así”. Pero, sin embargo, considera que “los retos a los que nos enfrentamos (para contener y revertir la situación) no son irresolubles”. ¿Qué es lo que no se entiende? Don Antonio no decodifica la grave situación en soledad.
Un par de días antes, el colega periodista Joseba Elola, en diario El País, sostiene que “la guerra siempre es una mala idea” y advierte que “nuestro mundo ha abrazado una dinámica peligrosa (porque) estamos viviendo un periodo cuya beligerancia no se veía desde el final de la Guerra Fría. Y con innovaciones técnicas de guerra sucia que producen escalofríos”.
En tono de advertencia luego sostiene que “Ucrania, Gaza y Sudán son los tres focos (bélicos) fundamentales, con sus respectivas ondas expansivas, de esta tragedia”; y que, como consecuencia de ello, “casi 600.000 personas han muerto entre 2021 y 2023 en todo el mundo”. Desde esa perspectiva añade que por “el aumento de las oleadas de refugiados y desplazados (se) están alimentando discursos racistas” y sostiene que esta última situación “nutre electoralmente a las ultraderechas (y, por lo que se ve, a algunas derechas no tan ultras)”. Completa su reporte con una denuncia que estremece. “El gasto mundial en defensa vuelve a crecer, un 7 %, por noveno año consecutivo”, lo que “significa sustraer dinero de otras necesidades” sociales en áreas como “sanidad, educación o crisis climática”. Grave. La maltratada aldea global está en el borde mismo del abismo.
“La paz más desventajosa es mejor que la guerra más justa”, sentenció Erasmo de Rotterdam. Recuerdo aquella lúcida observación junto con Elola, que la consigna en su texto. Sin embargo y pese a tanta evidencia, las violencias no se detienen. La hipoacusia política, desde siempre, es voluntaria. “Razones de seguridad nacional”; “soberanía”; “dios”; “la patria”; “el honor nacional”; “el derecho natural”; “la historia”. Pareciera que todo vale como fundamento (¿excusa?, ¿argumento?, ¿fundamentación?) para hacer la guerra, para eludir la paz o para terminar con ella.
LAS PALABRAS Y SUS CONSECUENCIAS
Peligros y amenazas no son escasos. Los debates se multiplican. La palabra libertad – como ideal de vida– es abusada. Flamantes líderes y lideresas emergen con discursos preocupantes y sus palabras tienen consecuencias. El colega periodista Jorge Elías, a través de El Ínterin –www.elinterin.com, que dirige y recomiendo–, especializado en asuntos internacionales, reporta que el Global State of Democracy 2024 del Instituto Internacional para la Democracia y la Asistencia Electoral, con sede en Estocolmo desde 1975, después de evaluar 158 países, concluye que “en una de cada tres elecciones, el porcentaje promedio de votantes ha disminuido del 65,2 % en 2008 al 55,5 % en 2023″.
Agrega que “en dos de cada 10 elecciones entre 2020 y 2024, uno de los candidatos o los partidos derrotados rechazaron el resultado”. Donald Trump desde 2020 hasta hoy miente enfáticamente e insiste en que Joe Biden, actual presidente norteamericano, no triunfó en aquellas elecciones. En el mismo reporte se asegura que “en 2023, la democracia tuvo el peor declive en elecciones en casi medio siglo por la intimidación de los gobiernos, la interferencia extranjera, la desinformación y el uso indebido de la inteligencia artificial”.
¿Qué es lo que se incomprende? Guterres, en la ONU, al igual que los colegas periodistas Cantelmi, Elola y Elías reportan datos que van en la misma línea desde perspectivas y objetivos bien diferentes. Preocupante, por cierto. Y lo es más cuando en las redes circulan con altísima velocidad múltiples discursos de odio y diatribas contra la democracia en nombre de la libertad sin tener presente la condición humana que –como lo explica el maestro Edgar Morin (103)– “debería ser objeto esencial de cualquier educación”.
HOJA DE RUTA
Es preciso saber, comprender y comprehender que “el ser humano es a la vez físico, biológico, psíquico, cultural, social, histórico”, para entender el verdadero sentido que proponen sucesivamente la Agenda del Milenio (2000- 2015), la aún vigente Agenda 2030 de Desarrollo Sostenible y el flamante Pacto del Futuro (2030-2045) que, además, son una suerte de hojas de ruta que cada Estado-nación puede y debe adoptar o no a su legislación interna. No son imposiciones. Cada uno de esos documentos asumen la humanidad con “ciencia y conciencia” sin escindirla tanto “de su identidad compleja” como “de su identidad común a todos los humanos”. Oponerse críticamente a tales premisas a partir de saberes específicos epistemológicamente alineados con algunos conocimientos “completamente desintegrados (de la condición humana) a través de las disciplinas” tradicionales suele generar lo que se conoce como “ceguera del conocimiento”.
Quien quiera oír, que oiga. Quien quiera ver, que vea. ¿Desde dónde empezar entonces para evitar el no ver? “Somos especie, somos sociedad, somos cultura, somos libertad... ¿qué somos? (vale pensarlo y recordarlo porque) allí emerge la condición humana”, propone con sabiduría Ana Sánchez Torres, desde Valencia.