Una y otra vez las palabras. En ellas vive el ser. Allí hace su ejercicio constante. Donde hay palabras existe la vida. Están ahí, donde los encuentros se hacen fuertes, se consolidan, se proyectan y se protegen. En la identidad de sus misiones reside la potencia para construir. Sus accesos son universales, sus presencias riegan los jardines de los vínculos.

Jean F. Lyotard (1924-1998), filósofo y sociólogo francés, en su obra “Por qué filosofar”, escribió: “Al hablar actuamos siempre en dos registros a la vez, el registro del significante (las palabras) y el del significado (el sentido), nos paran o nos arrastran, vienen o no vienen, e intentamos ordenarlos desde el interior, colocarlos para que produzcan sentido; y al mismo tiempo nos hallamos al lado del sentido para ayudarle a refugiarse en nuestra palabra, para que no se marche, para impedirle escapar. Hablar es ese vaivén, ese conocimiento del discurso y del sentido, y es ilusorio contar con que lo que queremos decir nos llegue provisto de su bagaje de signos articulados, envueltos ya en palabras”.

En la designación de las palabras los sentidos expresan sus manifestaciones, se instalan en el corazón y laten a su manera, dándole vigor a lo que está presente, a eso que fluye hacia alguien o algo, y que a través de lo percibido se prepara para esbozar el camino de los significados. En ese trayecto se producen innumerables sensaciones y se descubren los esenciales motivos que generan alegría.

El empuje para persistir tiene en las palabras unas formidables compañeras. El aliento de las mismas es relevante, es que una palabra puede cambiar un rumbo. Y transformar una realidad en otra, creando en el significado logrado un bienestar colectivo.

Las perspectivas ayudan a las palabras. Y estas a aquellas, se establece entre ambas una relación indispensable para afrontar la vida, para orientarla ante cada situación, destacando las visiones que enseñan a crecer, a postular ideas que superen las adversidades y que estimulen el caminar cotidiano de las tareas asumidas.

“… decir algo, nombrarlo, es crearlo, no de la nada, sino instituyéndolo en un nuevo orden, el del discurso”, sostenía Lyotard. Entonces, sus efectos se multiplican, acercan, cohesionan y comprometen.

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