Con justificado orgullo, en estos días, un agricultor chaqueño exponía en una entrevista televisiva las magníficas cebollas que acababa de cosechar. Cebollas, sí, cebollas chaqueñas.
Muchos de ustedes recordarán que en el Paraguay no se producían cebollas. Pensaban que la tierra no servía, probablemente, o quien sabe cual era el motivo que alejaba al agricultor (que antes, el agricultor era campesino y mboriahu) del cultivo de tan preciados ingredientes de la cocina criolla. Las cebollas, como los tomates, los locotes, los ajos, las papas, y hasta las espinacas, se traían de Clorinda. Resulta difícil entender como lográbamos algunos platos cotidianos, cuando es la cebolla un elemento casi infaltable. No imagino siquiera una sopa paraguaya, un pastelito, un puchero o un guiso que no incluyera cebollas. Ni hablar de los tomates. Los tomates eran un lujo. Ustedes se preguntaran ¿cómo podía lograrse un buen guiso?
El preciado recurso era la “conservita”, esa latita de tomates ya procesados y probablemente condimentados en fábrica que también venía de Clorinda y que le daba a los platos un sabor y un colorido que algunos recordamos con nostalgia. Hoy los cocineros y cocineras más pitucos, se resisten al uso de las “conservitas”, las desprecian y proclaman que solo usan tomates frescos. Pero quienes tenemos paladares nostálgicos, todavía añoramos aquellos guisos pytã, de las abuelas, acompañados de mandioca calentita, de solo pensarlo corren lágrimas por muchas mejillas.
Los guisos se hacían sofriendo la carne en su propia grasa y con comino y kuratû. El comino no sé de dónde venía, la mandioca y el kuratû eran regalo de la tierra, como algunos locotitos picantes que entonces crecían por ahí. Luego empezaron a llegar de Clorinda las bolsas de cebollas, de papas, los ajos, de tomates y locotes. Y las botellas de aceite que reemplazaron a la hoy preciada grasa de chancho reservada para algunas sopas paraguayas muy finolis.
Los inmigrantes japoneses empezaron a variar la cocina, con ingredientes vegetales, haciendo malabares para llegar desde Encarnación y aledaños al Mercado de Asunción. Y pudimos agregar a la tradicional ensalada de porotos, la clásica mixta de lechuga y tomate. Muchos “no sabíamos comer verde”. Nada de lechuga, espinacas o verduras por el estilo. La socialización de los verdes y otras “rarezas” se las debemos en gran medida a los coreanos, que se instalaron en cada barrio asunceno con sus “extraños” productos.
Pero llegó, por los años 60, la invasión de la soja. Y la agricultura dejó de ser tarea de pobres. Pelaron los montes y agigantaron los cultivos. Los pobres siguieron con la mandioca y el maní, y los ricos poco a poco se atrevieron a nuevas aventuras. Ahora tenemos cebollas paraguayas. Que no sé ni cómo se plantan, ni cómo se cultivan, pero lo cierto es que vendrán a los mercados citadinos. Y seguramente serán sometidas a la gracia y conveniencia de los oligopolios supermercadistas, que considerarán si les conviene ponerlas al alcance del consumidor, o seguir trayéndola desde Clorinda.
No sabemos cuál será el precio de la cebolla en su cuna, ni si entre fletes, intermediarios y minoristas terminan declarándola inaccesible, y dejando que se pudran, mientras aquí seguimos consumiendo la que entra de contrabando. En fin, sería una gran pena que esa hermosa producción de nuestro generoso Chaco, que tantos años tuvo fama de tierra yerta, y resultó ser sorprendentemente prolífero, no encuentre en nuestras cacerolas la bienvenida que se merece.