- Por Aníbal Saucedo Rodas
- Periodista, docente y político
La causa obrera es una vértebra insustituible en la columna doctrinaria del Partido Nacional Republicano. Desde su programa fundacional (también conocido como manifiesto) del 11 de setiembre de 1887, cuando promueve, explícitamente, leyes sabias y “protectoras” para salvaguardar los derechos de los más débiles, palabra clave que certifica su distanciamiento del liberalismo leseferista de la época, que renegaba de la función social del Estado, “de manera especial uno de ellos, el doctor Cecilio Báez” (Francisco Gaona, “Introducción a la historia gremial y social del Paraguay, volumen II”).
Esta misión ideológica marca el itinerario político de Ricardito Brugada, quien en 1906 organizó la Sociedad (sindicato) de Cocheros, la Sociedad de Mozos y la Sociedad de Conductores de Carros. En 1907 –relata el ya citado Gaona–, el Centro General de Obreros designó a este intachable republicano “socio fundador de la entidad, en homenaje y estímulo a su ya larga preocupación por los problemas y reclamos de la clase obrera”. Merecidamente, y con justicia, se había ganado el sobrenombre de “abogado de los pobres”.
A ese mismo ritmo apuraba sus pasos Ignacio Alberto Pane, un verdadero “agitador de ideas”, al decir del liberal Justo Pastor Benítez, padre. En 1911 se enfrenta a una feroz controversia con los comerciantes de Asunción por su propuesta de las ocho horas laborales. Anima a las masas a reclamar sus postergadas reivindicaciones. “Se me dirá en este punto –señala Pane en su famosa conferencia a los obreros– que para eso se puede formar el partido socialista. Y yo les contestaré: es que en el país ya está formado ese partido. Es en el Partido Nacional Republicano”. Precisamente, Brugada y Pane, junto al doctor Antolín Irala, fueron los precursores en poner en “el orden del día del Congreso Nacional el primer proyecto de ley de la jornada de ocho horas”. Aclararé en este punto que, por razones que están a la vista, es imposible evitar las repeticiones como recomienda la buena redacción periodística.
El doctor Antolín Irala, ya presidente de la Comisión Central del Partido Nacional Republicano, electo en la Convención del 25 de noviembre de 1916, siguiendo la línea de su razón popular, afirmaba en aquella ocasión: “El actual movimiento obrero, al que asistimos con honda simpatía, ha venido a ratificar la imprescindible necesidad de que los partidos den al problema social un lugar preferente en sus programas, pero, sinceramente, no como una mera plataforma electoral”. Y arremete, contundente: “La Ley de Trabajo, con un criterio más social que el que informa nuestro Código Civil –impregnado del individualismo del siglo XIX–, el arbitraje como medio de solución de los conflictos entre obreros y el patrono, la indemnización a los accidentes de trabajo, el seguro obligatorio y otras reformas de la misma índole, forman parte de nuestros propósitos”. Lamentablemente, los tres (Brugada, Pane e Irala) fallecen en el aciago año de 1920.
Telémaco Silvera, Juan León Mallorquín (el abanderado de los humildes), y los jóvenes Hipólito Sánchez Quell y Juan Ramón Chaves reafirmaron su inclaudicable posición a favor de la clase trabajadora. Durante la presidencia de un imponente y respetado Juan León Mallorquín el partido integra a su programa la “ley de contrato colectivo de trabajo; descanso semanal de 36 horas seguidas, a fin de semana o por turno rotatorio; organización de las vacaciones anuales para obreros y empleados, con goce de sueldo”, además del “pago del salario en moneda de curso legal, siendo prohibido hacerlo en mercaderías, fichas o cualquier otro signo representativo con que pretenda sustituir la moneda”. Pero la doctrina del partido “evoluciona al ritmo de los acontecimientos y de las conquistas sociales contemporáneas”, explica en 1951 el doctor Roberto L. Petit. Es que cuatro años antes, en 1947, la Convención de la Asociación Nacional Republicana aprobaba como plataforma de gobierno la “estabilidad del obrero en el trabajo”, amén de otorgarle al Estado la “facultad de intervenir en la actividad económica privada en salvaguarda de los intereses de la colectividad”.
En materia de consolidación de la causa obrera, el coloradismo histórico marchaba siempre un paso adelante para impulsar “medidas económicas y sociales tendientes a crear las condiciones para una economía más evolucionada y progresista y, sobre todo, más justa, que llegue a beneficiar al pueblo antes que a grupos de privilegiados”. Medidas que deben partir “incuestionablemente de las ideas vertebrales sustentadas en la doctrina y en el programa del partido”, un partido “defensor de los desheredados, (que) inauguró la lucha por la justicia social en nuestro país” (L. Petit).
La estabilidad laboral se reafirma en las sucesivas convenciones partidarias, hasta que arribamos al proceso de la transición democrática y cada candidato de la ANR llegaba con su propia propuesta bajo el brazo, confirmándose los temores de Sánchez Quell: “La falta de un programa preciso (del partido) es la mejor plataforma de las prepotencias personales y de los políticos sin escrúpulos”. Por último, recogemos aquel histórico y valiente manifiesto de Ricardito Brugada publicado el 20 de diciembre de 1912: “Enarbolo la bandera del desinterés en medio de este grosero materialismo que nos devora y me creo con fuerzas suficientes para conjurar todas las tempestades que surgen a menudo en la desigual lucha del obrero y el capitalista, que hoy preocupa a todos los gobiernos del orbe”. Por ahí hay que empezar a buscar la esencia del coloradismo doctrinario al que estamos adscriptos. Debería ser el examen obligatorio de todos aquellos que desean incorporarse a sus registros e, incluso, de aquellos que ya están militando en sus filas.
La Asociación Nacional Republicana, a través de su Convención, debe tener un programa de gobierno al que tendrán que ajustar sus actos quienes decidan candidatarse en su nombre. Eso nomás quería decir. Buen provecho.