El pasado miércoles, el régimen radical islámico que gobierna con mano dura en Afganistán dio un paso más hacia el retorno a una edad de piedra.

En un país donde hasta los maniquíes deben tener velo que les cubra el rostro, este ajuste de las leyes fundamentalistas no es de extrañar.

La prohibición de la voz de las mujeres afganas por parte de los talibanes puede entenderse en el contexto de su interpretación estricta y ultraconservadora de la ley islámica (sharia). Los talibanes siguen una visión extremadamente radical del islam, y una de esas visiones es imponer un control rígido sobre todos los aspectos de la vida social, especialmente sobre las mujeres.

Las mujeres en Afganistán no deberán aparecer en las calles ni en otro lugar público sin un familiar de sangre que las acompañe y sin burka. Tampoco podrán utilizar zapatos de tacón alto, para que ningún hombre escuche sus pasos, algo que consideran una actitud provocativa. Las mujeres no podrán hablar en voz alta en público, ya que ningún extraño debe escuchar la voz de una mujer.

Con estas disposiciones, los talibanes que regresaron al poder a finales de 2021, llevan a la práctica algo que ya era una realidad, pero que la comunidad internacional insiste en mirar para otro lado quizás para no interferir con las cuestiones “culturales” de ese pueblo.

Simple y llanamente en ese país, cuyo Estado está capturado por un grupo radical, las mujeres son vistas como inferiores y deben mantenerse en un espacio privado y sumiso.

Ciertamente nuestra perspectiva occidental del mundo no es la verdad absoluta, pero la esclavitud es algo que ya la humanidad toda, no solo Occidente, ha desechado de manera general.

Prohibir la voz de las mujeres simboliza la intención de silenciarlas y restringir su participación en la sociedad. Esta prohibición no solo afecta su capacidad para expresarse libremente, sino que también busca eliminarlas del ámbito público, reforzando la idea de que deben permanecer ocultas y sin influencia. Este control extremo también es un intento de imponer su poder y eliminar cualquier posible desafío a su autoridad, ya que las voces femeninas podrían representar una amenaza a su régimen de opresión y control.

Al igual que en anteriores situaciones, los organismos internacionales y algunos gobiernos, como el de Estados Unidos, han confiado en la palabra de un grupo terrorista como los talibanes y llegado el momento en que todo se ha calmado, estos llevan adelante de manera descarada su plan original.

Los grupos defensores de los derechos de las mujeres que activan en los países occidentales están cómodos en sus lugares, activando en las calles de las más grandes ciudades de Europa, Estados Unidos o América Latina mientras tanto el día a día de miles de niñas y mujeres de todas las edades en Afganistán sigue empeorando.

Lo peor no es la inacción ante esta terrible y despiadada decisión del radicalismo islámico, sino que no exista una solución que no conlleve una carga de violencia, tal como sucedió en 2001, con la invasión militar tras los ataques del 11-S al territorio de Estados Unidos, y en la que finalmente son las personas inocentes quienes se llevan la peor parte.

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