El “hablar bien” resulta de la idea que posee un grupo lingüístico acerca de lo que debería ser una manera de hablar elegante, culta, con estilo. Todos calificativos que, lejos de referirse a un hablar estándar, designan a la vez cualidades del orador y su posición de poder. En el político, el efecto del hablar bien es percibido como una muestra de capital cultural, legitima al mismo tiempo la posición de aquel que habla.

El efecto ante el público, entonces, será positivo y este podrá identificarse con el discurso del orador. Ahora bien, cuando nos referimos al “hablar bien”, estamos diciendo que el mismo incluye el suficiente y justo equilibrio de mantener y fortalecer el vínculo con los distintos públicos a los que se apunta. No hay procedimiento expresivo que deba transmitir percepciones como intentos de manipulación, impotencia o un distanciamiento con el electorado en sus distintos rangos sociales. Dista mucho de ser sencillo, se precisa tener una asesoría acorde, un núcleo discursivo bien definido, disciplina y entrenamiento.

El hablar bien se expresa a través de diversos procedimientos semiológicos, pero posee ciertas características de vocalidad: un tono de voz, ni demasiado fuerte ni demasiado débil (un político no debe dar señales de timidez o temor); una velocidad de elocución lenta, indicio de control de sí mismo y de un interés en ser escuchado, y no demasiado lenta, sin embargo, para no parecer demasiado “profesor doctor” y no dar la impresión de infantilizar al público; un ritmo del desarrollo de las frases bien cadenciado, dosificando pausas fuertes y débiles con una acentuación adecuada de las sílabas sin que estas sean, no obstante, recalcadas, ni que el ritmo sea percibido como el de un recitado escolar; una articulación de las sílabas también en este caso mesurada, que evite, por un lado, una articulación recalcada como la de las órdenes militares, y por el otro, una falta de firmeza articulatoria que obstaculizaría la comprensión o podría denotar una actitud de indiferencia con respecto al público.

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Por último, una dicción propia de una elocución cuidada que denota, aquí también, el control de sí y recuerda que se está tratando con un orador culto interesado en hacerse escuchar por su público. Transmitir el ethos de inteligencia, carácter, voluntad y saber-hacer, sin caer en lo artificial o poco auténtico, al “hablar demasiado bien”. Díficil, pero se puede.

El hablar tranquilo es susceptible de evocar varios ethos: de carácter, inteligencia, de jefe, para los cuales se requiere una fortaleza interior sin dejarse contaminar por el egocentrismo. Se caracteriza por una velocidad de elocución lenta pero acompañada de un tono de voz que no sea ni monótono ni estruendoso. Se asemeja a la conversación familiar, o, incluso, a la confidencia amistosa. Sin embargo, la articulación –sin ser exageradamente marcada– debe hacerse comprensible, con un fraseo hábilmente interrumpido por paréntesis, pero controlado para evitar el balbuceo y para dar impresión de una sencillez natural.

Esta vocalidad del hablar tranquilo contribuye a construir una imagen de soberano paternal. En efecto, expresar esta fuerza tranquila remite a la idea de una persona que es capaz de controlar sus pulsaciones primarias y que alberga, en lo más hondo de sí, una fortaleza fuera de lo común, susceptible de hacerse cargo de los problemas del mundo.

En política, uno debe poder expresar sus ideas de manera justa y teniendo a los sentidos de oportunidad y conveniencia como guía. Muchas veces el cómo se dice importa tanto o incluso más que aquello que se dice. Es una parte de la tarea que tenemos los que aspiramos a profesionalizar la política. Con políticos cada vez más profesionales se elevará la calidad de la democracia y la valoración de la misma en el pueblo. Como consecuencia, se espantará a los paracaidistas y aves de paso que prefieren la politiquería. Hablar bien y hablar tranquilo colaboran en gran medida a que nuestro mensaje llegue y sea comprendido de la manera que nos interesa.

Etiquetas: #orador#cultura

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