La falsa creencia de que el Estado se constituye en un empleador de quienes se encuentran ejerciendo el poder es un concepto erróneo y anacrónico que tiene sus raíces en factores socio-culturales.

La gran mayoría de los que acceden a posiciones electivas en los tres poderes del Estado se consideran “dueños de su propio gallinero “con el derecho de incorporar a la función pública a sus hijos, sobrinos, yernos, esposas, etcétera, como se observa en varias entidades del Estado, donde clanes familiares enteros están empotrados en posiciones varias con sueldos millonarios, sin que tan siquiera hayan pasado previamente por un concurso de oposición, en desmedro total de otros que se han “quemado las pestañas” para ser alguien de valor y valorable en la vida y sin embargo se los ignora.

Resulta lamentable que muchas personas que están en posiciones de relevancia dentro del Gobierno en vez de dar ejemplo de ética y moral a la ciudadanía, son los primeros en poner dentro de su escala de prioridades a su clan familiar u operadores políticos, sin importar si es idóneo o capaz para desempeñarse con eficiencia y eficacia.

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El caso de los “nepobabies” es un ejemplo claro de lo señalado más arriba con una ciudadanía que está harta de que se sigan burlando de esta forma de los que con honestidad y honradez cumplen con sus compromisos tributarios para que los recursos sean utilizados en una mejor salud pública, calidad educativa y obras de infraestructura, y no para alimentar el peculio de unos cuantos, que a sabiendas de que no aportan valor agregado alguno están “colgados” del PGN, percibiendo mes a mes millonarios salarios simplemente por ser del núcleo de poder.

Hace mucha falta la promoción de una escuela cultivadora de valores que nos permita volver a enseñar la relevancia del esfuerzo intelectual y el sacrificio del trabajo honesto y no simplemente el prebendarismo y clientelismo político.

Uno se pregunta, a qué tipo de valores podemos referirnos con personas que lo único que persiguen es el bien común de sus bolsillos o de su círculo familiar, mientras que otros que verdaderamente lo merecen por actitud y aptitud siguen tristemente deambulando con sus carpetas para ver si la suerte le sonríe con un trabajo y salario que al menos puedan cubrir sus necesidades básicas.

El principal objetivo del Estado debe ser la construcción de una estructura eficiente que permita garantizar el bienestar general y la preeminencia de la meritocracia por encima de que el mérito de mayor preponderancia es “el color del pañuelo”, militante seccionalero u operador político.

Invertir ese pensamiento retrógrado es una tarea pedagógica pendiente. La gran misión de ese poder es transformar la realidad de pobreza, exclusiones y analfabetismo que hace décadas nos agobia y nos encadena a un estado de postración permanente.

Los discursos de las campañas proselitistas no deberán circunscribirse a la frenética tarea de captar votos con promesas esperanzadoras, pero que al final una vez que consiguen sus objetivos políticos se convierten en promesas incumplidas y minadas de hipocresía.

Cuántos jóvenes brillantes tenemos en nuestro país que dan su apoyo a tal o cual candidato durante la campaña y luego una vez que sale electo “si te he visto no me acuerdo”, permitiendo en contrapartida sin ningún tipo de rubor que personas sin capacidad, idoneidad y mucho menos trayectoria profesional accedan a posiciones de relevancia, por el solo hecho de formar parte del “primer anillo” de los mandamases de turno.

El lema en campaña del actual gobierno ha sido “Vamos a estar mejor”. Quién no lo querría, pero de forma honesta y transparente y no simplemente por ser allegado o simpatizante de los “honorables”, produciendo una justa repulsión de quienes esperan con ansias un Estado moderno y reestructurado tanto de forma como de fondo.

Les damos mucho énfasis a los indicadores macroeconómicos, pero nos olvidamos del peso de lo cualitativo, donde seguimos teniendo dentro del servicio civil a miles de funcionarios “de pocas luces” que no aportan valor agregado, pues de muy poco serviría una buena macroeconomía, sin un capital humano que valga la pena.

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