• Por Aníbal Saucedo Rodas
  • Periodista, docente y político

América Latina –decía Carlos Fuentes a mediados de los 80– es el continente donde más se escribe y menos se lee. Explicaba esta paradoja desde la cantidad de nuevos autores que publicaban sus obras sin que existiera una correspondencia proporcional con el destinatario último de sus esfuerzos creativos. Los más renombrados ya tenían un público cautivo, pero que no era suficiente para cubrir esa brecha distanciada entre los títulos y los lectores. Por esos mismos años, Augusto Roa Bastos reforzaba la convicción de que nuestros pueblos “están girando en una órbita de tipo material, industrial, económico-financiera dominada por grandes corporaciones a las que no les interesa descubrir nuevos valores ni difundir nombres que todavía no son rentables en el mercado”. Quizás, y solo quizás, por ahí deberíamos buscar la aparición de ese otro “boom”, el de las editoras locales, de medianas y pequeñas dimensiones, que empezaron a imponerse en el ámbito nacional, aunque sin la fuerza de las grandes empresas que se apoderaron del escenario mundial. Sin embargo, en ocasiones sirvieron para exponer en vidriera las potencialidades de un escritor hasta entonces prácticamente oculto o ignorado.

Asunción replicó el modelo de la doble experiencia: editorial y librería al mismo tiempo, que fueron multiplicándose al punto que algunas crecieron, adquirieron edad madura y se visten de etiqueta en prestigiosas ferias, como la de Buenos Aires, un ambiente siempre fecundo para los nuestros. Extendiendo sus conexiones con Bogotá, Montevideo, La Paz, Barcelona y Madrid, que son viajes que abren ventanas y oportunidades a quienes tienen a la palabra como herramienta de trabajo. Y en una de esas, esta nuestra sufrida insularidad –frase ajada, pero en permanente suspenso– podría oxigenarse con una inesperada “Respiración artificial”, como la del argentino Ricardo Piglia (1941/2017), quien despertó el interés de los alumnos de literatura hispanoamericana de Roa en la Universidad de Toulouse. Talentos sobran, aunque las puertas sean estrechas.

En la octava edición de la Feria Internacional del Libro-FIL Asunción 2024, que acaba de concluir, a más de nosotros, los de entonces, que seguimos siendo los mismos, hubo una presencia juvenil que se paseó, divirtió y compró en los más de 90 stands instalados en el Centro de Convenciones Mariscal López, superando la cantidad de expositores del año pasado. Lo que sí debemos lamentar (un lugar común imposible de evitar en este caso) es la ausencia de representantes de los tres poderes del Estado, salvo la honrosa participación del ministro de Educación y Ciencias, Luis Ramírez, quien asistió y habló en la inauguración del evento y, además, en los días sucesivos estuvo en la presentación de algunas obras ligadas a su sector. Después, nadie más. No estamos diciendo con esto que las otras autoridades del Poder Ejecutivo, que los diputados y senadores o los miembros de la magistratura carezcan del afecto a la lectura. Aunque, es fácil comprobar –por las evidencias– que algunos, definitivamente, han renunciado a este saludable hábito. Caminar en medio de la gente y entre puestos de libros habría enviado mensajes de aliento y apoyo a los organizadores, aparte de servir como una oportunidad para escuchar –y recibir críticas– de sus mandantes.

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La política tendría que reiniciar su romance con la cultura a partir de uno de sus componentes esenciales: los libros. Y nuestro país podría empezar a romper sus vínculos con el infortunio mediante la práctica de un “disenso comunicativo o de diálogo”. Tampoco estamos afirmando que alguien será mejor persona por acumular informaciones y adquirir conocimientos, pero, indefectiblemente, contribuirán para ilustrar los debates con mayor rigor reflexivo y altura intelectual, en que las burdas agresiones y diatribas de baja estofa puedan transformarse en fina ironía y refutaciones con estilo. Las rivalidades no deben reñir con la decencia ni la firmeza con la hidalguía. En los últimos años, el discurso se vació de contenido y se llenó de estulticia y ramplonería. De una vulgaridad soez (el refuerzo es a propósito) que envía alertas de espanto, resistencia y repudio a la sociedad.

Hagamos un ejercicio de la memoria y, por un momento, imaginemos que por esos pasillos de la feria se pasearan Eligio Ayala, Blas Garay, Teodosio González, Ignacio A. Pane, Lisandro Díaz León, Antolín Irala, Manuel Gondra, Telémaco Silvera, Cecilio Báez, Enrique Solano López, y la pluma restallante de José de la Cruz Ayala y Ricardito Brugada. Y una multitud atenta a los encendidos debates entre Óscar Creydt, Obdulio Barthe, Rufino Recalde Milesi, Anselmo Jover Peralta y Juan Stefanich. Y, en medio de todos ellos, las figuras de dos mujeres que ocuparon cargos en la Junta Directiva de la Federación Estudiantil de 1926: Delia Martí y Victorina Céspedes. La política no siempre estuvo divorciada de la cultura. Hay que arriesgarse a soñar. Buen provecho.

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