Fue el mismo presidente de la República quien reconoció en su discurso ante el Congreso que una de las grandes deudas de su gestión, aún nueva por cierto, es la seguridad.

La seguridad es un tema de dos aristas relaciona­das pero diferenciables, especialmente en la per­cepción ciudadana. La macroseguridad, depen­diente de los delitos y mafias internacionales como el terrorismo, el narcotráfico, el comer­cio ilegal de armas y/o personas. Y la seguridad interior, la doméstica, que puede ser organizada o individual.

Curiosamente, no es la macro la que más percibe la población, a la que no le preocupan demasiado las tragedias que ocasionan, sino la micro, la de los ladronzuelos, los chespis, los motochorros. La gente es más perceptiva al robo de un celu­lar que a la explosión de una bomba en un tea­tro de París.

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La gente lo que teme es ser asaltada o violentada, o asesinada con un cuchillo de cocina. Teme salir de su casa, teme mandar a los niños a la escuela, teme que le rompan una cerradura o salten una muralla, y se lleven una garrafa, un televisor, una computadora, o cualquier objeto que pueda ser cambiada por una ración, o raya, o como le llamen.

No estamos hablando del delito famélico, del que roba unas galletas por hambre, sino del que ya está envuelto en un círculo de vicios y ha perdido todo interés hasta por su vida y ni hablar de la vida ajena. No teme que lo lleven detenido, en la celda no estará peor que en la cucha en la que se tira a reponerse de su “viaje”. Es audaz, temerario, por­que ya nada tiene que perder. Y es terriblemente peligroso.

Esa delincuencia callejera, la de jóvenes que por lo general han llegado a ese submundo o porque no tuvieron otra opción, o simplemente vienen de un entorno en el que no han sabido inculcarle el valor de la vida o de la libertad.

Y es un submundo del que es muy difícil salir, aun cuando reciben alguna ayuda profesional, fami­liar o del Estado .

En la mayoría de los casos, esos jóvenes inmersos en robos, prostitución y hasta asesinatos, ellos ya son hijos o nietos de la calle. Son los bebés que hace 20 años mendigaban en las esquinas, los que hace diez años oficiaban de limpiavidrios, mien­tras una supuesta madre controlaba y se apropiaba de su magra recaudación, sentada con otro bebé (con similar destino) en los brazos.

No brutaron hace 5 o 6 años por generación espon­tánea. Son el resultado de toda una prosapia de infancia, a las que no hemos prestado atención en muchos años, y que hoy son una frondosa tribu de descastados.

Recuperarlos, darles capacidad para insertarse laboralmente, socialmente, será una tarea difícil. Y habrá que encararla con inteligencia, disciplina y, esencialmente, humanismo .


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