- Por Fabio Franco
- Psicólogo comunitario - Docente universitario
- Vicepresidente de la Federación Juntos por la Inclusión
El Estado paraguayo, en diciembre de 2013, promulgó la Ley 5136/13 de Educación Inclusiva, la que establece acciones para crear un modelo de educación inclusiva. En la misma, define a la educación inclusiva como un proceso sistémico de mejora e innovación educativa para promover la presencia, el rendimiento y la participación del alumnado en todas las instituciones del sistema educativo nacional.
¿Qué debemos tener en cuenta para saber si hemos avanzado?
Primero, el ingreso. Para ello, es importante acudir a los datos para dimensionar la magnitud del desafío. Según el Plan Nacional de Desarrollo del Paraguay, la tasa de analfabetismo en la población con discapacidad es del 43 %. “Se estima que solo el 36 % de las personas con discapacidad que tienen entre 6 y 18 años de edad asisten a algún establecimiento escolar. La condición de discapacidad constituye un importante factor de exclusión del sistema educativo, a saber: el 83 % de la población discapacitada no ha superado seis años de la educación escolar básica, y solo 8 % de la población ha realizado algunos años de estudios secundarios y una muy reducida cúspide del 2 % ha logrado estudios superiores”. (Plan Nacional de Desarrollo, 2014).
Es decir, como país, nos enfrentamos a un problema estructural que no se resuelve de manera aislada con la matriculación, se deben generar las condiciones materiales de accesibilidad (en los medios de transporte, en la comunicación, en la infraestructura, en la metodología de enseñanza-aprendizaje, el/las estrategias de participación, etc.) en las comunidades para que las niñas, niños y adolescentes con discapacidad puedan ejercer su derecho a la educación. Según Unicef (2023), la educación inclusiva para todas las personas con discapacidad aún no se cumple en su totalidad y las niñas, niños y adolescentes con discapacidad aún siguen invisibilizados.
Lo segundo, pensar en la calidad de la educación de los que “logran” ingresar a un sistema educativo formal. Es decir, la presencia. En este sentido, el documento de “Lineamientos para un sistema de educación inclusivo en el Paraguay” de 2018 plantea el Diseño Universal del Aprendizaje (DUA) como enfoque y metodología concreta para la participación, el aprendizaje y el éxito de alumnas y alumnos. Con el DUA, cuya base es la neurociencia, los profesionales de la educación pueden diseñar entornos accesibles para el grupo de estudiantes. Entre sus fundamentos, se plantea que:
• No existe un modelo único de estudiante, hay que pensar en las diferencias.
• Todos los niños y niñas pueden aprender juntos, hay que pensar en modelos colaborativos y de aprendizaje entre pares.
• Las prácticas de enseñanza deben reconocer los diversos tipos de estudiantes, hay que pensar en sus fortalezas, intereses, necesidades y habilidades.
• No hay una única manera de aprender, hay que ser creativos y flexibles.
• La educación es para todos, las instituciones educativas no deben ni pueden rechazar a las personas.
A estos fundamentos, se suman los principios, que son tres: los medios de representación, los de acción y expresión; y los de compromiso. Estos tres medios sirven para el desarrollo de las clases; ¿cómo?:
• Proporcionando múltiples medios de representación, como fotos, dibujos, objetos, palabras, audios, etc.
• Proporcionar múltiples medios de expresión, como las diferentes maneras en que los estudiantes pueden expresar lo que aprenden, con música, con redacción, con mapas conceptuales, etc.
• Proporcionar múltiples medios de compromiso, lo que implica la motivación y lo significativo de la experiencia y contenido del aprendizaje para los estudiantes, como temas de relevancia personal o grupal, objetivos, metas, etc.
Si bien existen estos delineamientos, es común observar en la práctica concreta de las escuelas y colegios que el DUA es una simple expresión de deseo, lo que supone que aún persiste la idea de que es el estudiante el que debe cambiar para adaptarse al aula y no el sistema educativo el que debe generar condiciones para que el estudiante aprenda y desarrolle su potencial.
La fórmula implementada es: niño, niña o adolescente con discapacidad es igual a docente de apoyo y ajustes razonables, esto último con “mucho viento a favor”, lo que significa una mala comprensión de la inclusión como concepto y la educación inclusiva como ley. La inclusión no supone de antemano que la persona con discapacidad necesite de algún apoyo o asistencia todo el tiempo y en todo momento. Esto es un error común en el que caen muchas instituciones, lo que no se plantea cambios profundos que se deben dar en toda la comunidad educativa, como dirían Echeita, Boot y Ainscow (2002; 2011; 2015), la inclusión es un proceso de cambio en la cultura, en la política y en la práctica.
Lo tercero, el éxito académico. No sirve de nada ingresar al sistema educativo regular y que el sistema no contemple el proyecto de vida de los estudiantes, sus contextos y la realidad social. La escuela no solo debe servir para sumar y restar. Debe contribuir a construir ese horizonte llamado convivencia democrática, libertad y dignidad.
En el año 2012, la entonces Dirección General de Estadísticas y Censo (hoy Instituto Nacional de Estadística) ha referido que el promedio de años de estudio de la población en general es de 9,3. Mientras que el de la población con discapacidad es de 5,6 años. Lo que supone una brecha que retrata la exclusión en el sistema educativo. En este contexto, ¿es posible pensar en la formación universitaria y la inclusión laboral para las personas con discapacidad? La respuesta pareciera ser acotada a un privilegio y no a un derecho.
Velázquez Moreira (2020) indica sobre los retos de la educación inclusiva en el Paraguay que: mientras se sostiene un discurso holístico y de integralidad, suceden –en la práctica– estrategias fragmentadas (conversión de escuelas especiales a centros de apoyo), acciones puntuales (capacitación de docentes), medidas reduccionistas (la educación como una acción que se restringe al aula) y una simplificación de la complejidad: las personas con discapacidad aluden a aspectos comunes, pero también a una heterogeneidad de situaciones que requieren estrategias diferenciadas a nivel de políticas, currículum y metodología, directivos y docentes, escuelas y participación de las comunidades.
En suma, aparentemente hemos avanzado en materia legislativa, en formación y algo de experiencia; sin embargo, la ansiada educación inclusiva plantea mucha más que un baladí cosmético de “cumplimiento”. Significa contar con comunidades educativas que no discriminan y que están dispuestas a aprender de manera colectiva, asumiendo que, si una escuela incorpora metodología a un alumno o alumna con discapacidad, además de garantizar un derecho, está proporcionando la posibilidad de desarrollar innovación pedagógica, convivencia basada en valores, contribuyendo con el desarrollo integral de las personas y promoviendo la calidad de vida familiar.