Las noches de frío no llegan solas, tienen la costumbre de venir acompañadas de recuerdos casi olvidados, como esos en la cocina de don José; aunque llamar cocina a esas cuatro paredes hechas con mitades de troncos de cocotero sería una exageración, pero así le decían. Allí, en el piso de tierra, envueltos en humo rodeábamos el fuego que danzaba en el centro y que brotaba como magia desde un grueso leño. Afuera, la helada oscuridad se empeñaba por entrar para escuchar también las historias que ese veterano de la guerra del Chaco contaba con gran habilidad.
Mezcla de hereje y católico, había fusionado sus creencias entre la filosofía y el cristianismo, al que cuestionaba el perdón de los pecados. Decía que era muy fácil pecar y más que te perdonaran era como el alcohólico que después de una borrachera prometía nunca volver a beber, pero que al día siguiente caía de nuevo en el vicio. Para don José, la mejor ley era la de ojo por ojo y diente por diente, tal vez por su traumática experiencia en la contienda bélica.
Corría la década de los años 70 cuando la TV paraguaya comenzó a emitir la serie “Marcado”, protagonizada por Chuck Connors, en la que él era un militar que había sido acusado de cobarde y expulsado del Ejército luego de que le rompieran su sable en señal de deshonor.
Con su sable roto recorría el viejo oeste tratando de recuperar su dignidad. Así, en una ocasión, cuando cruzaba el desierto encontró a un hombre a punto de morir de sed. Lo ayudó, pero fue traicionado. El hombre le robó el caballo y lo dejó para que el desierto lo matara.
Pero sobrevivió y siguió al malagradecido para darle una lección. Cuando llegó al pueblo, el traidor se puso pálido porque se dio cuenta de que venían a matarlo. Y lo peor, justo se encontraba con su pequeña hija, que estaba de cumpleaños. Ella pregunta quién era ese señor. Ambos hombres se miran, uno con miedo por el castigo que recibiría y el otro con rencor al recordar lo que este le había hecho.
En ese momento nuestro protagonista encuentra fuerzas para perdonar y no mata al padre delante de su hija, poniendo en evidencia lo duro que muchas veces puede ser perdonar y que de poco serviría la venganza. En su inocencia, la niña no comprendió nada, pero ese padre entendió y se arrepintió de su mala acción, por la que pensó que nunca recibiría castigo.
En el primer caso, don José piensa igual que los que libran la guerra en Medio Oriente, palestinos, judíos, chiitas, todos envueltos en la locura de la venganza que no pueden parar, llevando incluso al mundo al peligro de una guerra nuclear.
El segundo caso, el de “Marcado”, muestra cuán difícil puede resultar ser hombre y que no por llevar revólver uno es más poderoso que otro o que, aunque las fechorías se cometan en un desierto, no quedarán enterradas para siempre sin que nadie se entere.
Mario Abdo era consciente de las fechorías que cometía durante su gobierno y se preparó convenientemente para quedar impune. Como un ladrón que usa antifaz para no ser reconocido, como el traidor que fue salvado en el desierto y pensó que nadie se enteraría, se hizo de “amigos” que hoy son sus cómplices y evitan que sea juzgado por la Justicia, como debería ser.
Es difícil ser hombre, más fácil es ser cobarde, sobre todo si se juntan como hienas para protegerse unos a otros. La Justicia también debería ocuparse de esos cómplices que lo protegen y que dan grandes y sabias explicaciones para maquillar su mentira.
Supongo que don José, en su practicidad, resolvería el caso proponiendo la ley del talión, pero es imposible que Abdo pague por tanto daño cometido. Sin embargo, mientras que la justicia no le llegue, a donde vaya irá “Marcado” con la vergüenza de cargar un sable roto invisible en señal de su vileza.