- Por Aníbal Saucedo Rodas
- Periodista, docente y político
El empeño por desmarcarse de la política, paradójicamente desde cargos políticos, restringiéndola a su uso tradicional (tal como es y no como debiera ser), y la ilusión de renunciar a toda ideología, reduciéndola a sus extremos, suelen ser frecuentemente el origen de diversos errores conceptuales y confusiones semánticas para la definición del Estado y la construcción social de la realidad. Para ambos casos son válidas las afirmaciones de quien fuera académico de larga trayectoria y uno de los politólogos más influyentes de su país, además de periodista y escritor, Carlos Alberto Floria (1929-2012), en su libro “La Argentina Posible”.
“La política es una dimensión constitutiva del hombre. De modo que no puedo proponerme no tener comportamiento político o ser apolítico, porque de alguna forma esa es una posición política”. Acaso podría añadir la conclusión del doctor Fernando Tellechea Yampey en sus clases de Epistemología: “Nadie escapa angelicalmente a las influencias de una ideología”, interpretando, creo que, a Karl Mannheim. Y todavía queda espacio para una reflexión del siempre vigente Fernando Savater (“El valor de elegir”): “La política no siempre es ni mucho menos buena, pero su minimización o desprestigio resulta invariablemente un síntoma peor”.
Toda acción política y toda gestión del Gobierno conllevan un sustrato ideológico. No existe torre de marfil, el bíblico e incontaminado lugar de la pureza absoluta, para escapar de su impacto, que nos afecta consciente o inconscientemente. Es un campo de asepsia imposible. Aunque la incorporación, por ejemplo, a un partido político no anula la individualidad, dicha persona debe entender que ese paso voluntario implica la aceptación plena de los fundamentos sociohistóricos, los principios, símbolos e ideas que representan tal organización, más allá de la temporalidad de los hombres o mujeres que la presiden y que puedan distorsionar, circunstancialmente, sus ejes filosóficos y programáticos al ritmo de las veleidades impregnadas de relativismo.
Algunos partidos, como el Nacional Republicano, sin embargo, han logrado sobrevivir por la resistencia, vigor y vigencia de sus documentos fundacionales. Su visión sobre el Estado, la economía y la solidaridad social con los sectores marginados se mantienen, por tanto, inalterables, incluso ante el avance depredador de los espejismos seductores y el anuncio apocalíptico del “fin de la historia”.
No existe una razón especial para enfocar este tema. Lo hago de manera regular, como ayudamemoria o apuntador de teatro, porque vivimos en una sociedad desvinculada de ideologías –aunque no de sus influencias– y que necesita asumir conciencia sobre su responsabilidad histórica para concretar los propósitos de realización colectiva. Hace algunos años, a pedido del colega Benjamín Livieres, entonces director de un periódico regional, escribía: “De acuerdo con la mirada que tengamos del Estado, se propondrá uno gendarme –duramente criticado por los intelectuales de la Asociación Nacional Republicana– o uno garante y defensor de la justicia social, de la libertad, de la democracia y del derecho”.
En aquella oportunidad, añadía: “El Partido Nacional Republicano, al cual estoy adscripto por razones ideológicas y programáticas, fue el precursor y promotor de las leyes sociales más progresistas en el Paraguay (algunas materializadas durante el breve gobierno del coronel Rafael Franco). Concibe un Estado servidor del hombre libre que ‘interviene en la vida social y económica de la nación para evitar el abuso del interés privado y promover el bienestar general sin infligir injusticias a los particulares’. Considera, además, que solamente dentro de un sistema democrático se puede asegurar al pueblo ‘una participación creciente en los beneficios de la riqueza y la cultura’, al tiempo de garantizar ‘la evolución hacia una sociedad igualitaria, sin privilegios ni clases explotadas’ (Declaración de Principios, del 23 de febrero de 1947). No puede decirse, entonces, que nuestro partido carece de una ideología, a pesar de los penosos años de vaciamiento doctrinario a que fue sometido por la dictadura de Alfredo Stroessner”. Son solo cinco puntos, una página, que todos los afiliados deberían aprender de memoria y ponerlos en práctica.
Quienes argumentan que las ideologías ya no sirven para la solución duradera de los grandes problemas y conflictos que arrastra la humanidad desde tiempos inmemoriales, en realidad, tienen su propia ideología. En algunos casos promueven la permanencia de las cosas, así como están y, en otros, la entrega de toda autoridad al mercado, en que presuntamente la ley de la oferta y la demanda terminará por equilibrar las injustas desigualdades estructurales entre los excesivamente ricos y los extremadamente pobres. Este último modelo, el neoliberalismo, en palabras de Juan Pablo II, lo único que consiguió es que “los ricos sean cada vez más ricos y los pobres cada vez más pobres”.
Tampoco hay que tener miedo a las ideas revolucionarias, parafraseando al filósofo católico francés Jacques Maritain, sino a las causas que las provocan: la pobreza, la exclusión, el hambre, la miseria y la explotación del hombre por el hombre. Buen provecho.